De la retórica del milenio y sus avatares

CMXCIX.

jueves, 7 de enero de 2010

¿Qué es el bicentenario? La máscara de nuestras revoluciones o el cisma de la historia.


Ahora sí… llegó el año, la efeméride centenaria nos ha alcanzado. Este 2010 hemos de vivir los mexicanos nuestra conmemoración 200 como país independiente y 100 como revolucionado. La fecha parece marcada en la epidermis histórica, en el 2010 se habrá de cumplir el ciclo abierto en la memoria colectiva desde 1810 hasta 1910. Las teorías sobre las revoluciones de cada 100 años amenazan el imaginario y pululan en los blogs, redes sociales, en las sobremesas y hasta en las aulas universitarias. No faltan los que se preguntan si antes, en el 1610 o en 1710, habría ya un signo, un hecho que diera concordancia a la periodicidad del convenido cisma. Aquí las lecciones de historia entran en la vorágine de la interpretación y reclaman su extraño lugar como códices del pasado para descifrar el futuro. Como sea, lo que queda en evidencia es la necesidad que tenemos como pueblo de encontrar en nuestra historicidad una lógica de la revolución: un sentido que proponga la finalidad de vivir una fecha no como conmemoración si no como un acontecimiento, una posibilidad.

Mas en realidad, la idea misma de un bicentenario revela ya un interesante mecanismo de auto representación colectiva. En 1784, el buen Immanuel Kant escribía un interesante ensayo llamado ¿Qué es la ilustración? Ahí el filósofo elucubra sobre cuándo un pueblo, como un hombre, se dice que ha entrado en la madurez. Al paso de una interesante reflexión sobre la autonomía y la autodeterminación, Kant sugiere que es la ilustración de los pueblos el proceso de madurez justo porque es cuando se reconoce su la independencia con los otros y se llega a la plenitud del uso libre de la razón: un ejercicio que garantiza la paz y el bien común entre los ciudadanos. Una buena lectura del caso la ha realizado el pensador francés Michel Foucault. En su análisis de las ideas kantianas sobre la ilustración, pone atención en el objeto principal al cuál Kant dedica su texto; el presente. Es decir, al hablar de la ilustración como un desarrollo del autoconociemiento de los pueblos, Kant revela todo un ejercicio de crítica de su presente, cómo, a ojos de Foucault, no lo había llegado a hacer ningún otro filósofo. Kant piensa el presente, su tiempo precisamente como un acontecimiento; un hecho desde el cual se intenta dar sentido a todo un flujo de la historia. Así Kant explica una época, la ilustración, y con esto Foucault muestra como al hablar de sí, de su momento, Kant comprendió su presente como actualidad; como un ahora que se hace siempre posible en cualquier tiempo.

No veo mejor teoría para explicar lo que nos acontece hoy al pensarnos desde el bicentenario. Es la capacidad de vernos desde un punto epocal y considerarnos con ello un cisma. Volvernos no parte de la historia, sino comienzo y fin, actualidad de un tiempo que se hizo un presente efectivo por la tradición historiográfica, literaria y filosófica: La Independencia y La Revolución. El problema es que al acto de pensar el presente, en nuestro caso concreto, se le ha sublimado un efecto retórico que vuelve a la toma de consciencia (ilustrada o no) un fenómeno edulcorado, inofensivo y casi adormecedor. Las revoluciones que agitan el pensarse desde el movimiento sagital foucaultiano, epocal, son matizadas por acto de la propaganda festiva. Qué representa el programa de festividades para conmemorar el bicentenario sino un desmantelamiento de la autoconciencia suplantado por alegorías de la heroicidad, lejanas, ajenas a nuestro presente.

Tal vez por todo esto, lo interesante está en rendir cuentas de los mecanismos retóricos del Bicentenario. Para conmemorar las fiestas se ha organizado un buen número de actividades, homenajes y obras públicas. No le ha faltado el pretexto al Gobierno de la Ciudad para bautizar con el mote de “bicentenario” a cada bicicleta que piensa legar a la posteridad. Pero la cosa no es exclusiva del GDF, también el gobierno federal ha ensalzado los hitos mediante una programación especial, comisionada a un grupo de expertos. No cabe duda que una vez más la conmemoración de nuestras guerras civiles sirve como propaganda de un proyecto político. La cultura como género de ficciones sobre el estado se corrobora. Pero no es cosa reciente, lo que padecemos es un mal ya viejo. Cómo he dicho, los dispositivos del cisma son ya retórica heredada. Desde inicios del siglo XX don Porfirio le echaba ganas al festejo del centenario de la Independencia. La opulencia de las fiestas acompañó muestras de arte, ciencia y la construcción del célebre monumento angelical mediante un aparatoso programa propagandístico. Así, al general Díaz no le era suficiente recordar la independencia con una justa rememoración de los valores de la lucha por la libertad y autonomía. No, los ideales eran buenos para la retórica y lo importante fueron los festejos. Al final del día eso fue sólo un aderezo más para lo que se avecinaba ese mismo año.

Hoy la memoria igualmente se nos hace atole. Mucho festejo, mucha retoricidad para referir a los hechos y poca, muy poca consciencia histórica. El anclaje semántico se pasea libremente en nuestro diario quehacer; “que si el bicentenario esto, que si el bicentenario el otro”. Como dice el filósofo Nietzsche cuando habla de “conceptos duros”, se ha convertido a la referencia en objeto por sí mismo. Es decir, que la enunciación “bicentenario” se ha atorado en el flujo de comunicación para representar una oquedad de significado. Se vacía el contenido práctico- discursivo de la palabra y se coloca en los discursos como evocación de todo y de nada al mismo tiempo. ¿De qué sirve que una línea del metro se denomine “Bicentenario”? pues sólo para desligar la conmemoración de una fecha concreta de su carácter histórico. El bicentenario pues se ha vuelto cosa de palabrería, moneda de uso corriente que no nos dice nada sobre el acontecimiento al que remite. ¿Y el hecho histórico? Ése se quedó en las monografías con tipos que más que hombres rebeldes, bandoleros como los fueron Hidalgo y Villa, parecen santones que dan patria a punta de iluminaciones místicas. El temor está, como bien lo desentraña Foucault, en autodenominarse bajo un signo “real”, propio, uno que diga sobre la rebelión y sus avatares, su carácter violento, sus errores y sus atropellos, no sobre su gloria

¿O no? El proyecto sobre el Bicentenario es el festejo, lo edulcorado, lo simpático, no la crítica y el saber. De este efecto letárgico hay que tomar distancia y empezar el año cuestionando a cada héroe, a cada batalla y ante todo las formas en cómo se nos representan en las conmemoraciones pues fue justo así como en 1910 don Porfirio quiso adormecer a las masas y “disfrazar” la revuelta que ya llevaba algunos años en ejecución. Tal vez ahora, en los albores de nuestros centenarios ya haya varias en marcha que se nos escapan de la agenda conmemorativa. Por esto, hoy más que nunca como dictara el maestro Kant: Sapere aude.

vargasparra@gmail.com

No hay comentarios:

Publicar un comentario