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El alcanzar la fuente de la juventud desde épocas milenarias ha sido el anhelo que acompaña al envejecimiento de los hombres. Las fábulas entorno a las expediciones en busca de elixires, artilugios milenarios u objetos excéntricos que devuelven al ser humano su lozana existencia jovial son parte ya perpetua de un género en las aventuras literarias, las ficciones cinematográficas y los churros de la caja idiota. Quizá, no es el momento de reseñar las epopeyas de los viajeros medievales y renacentistas en la búsqueda de tan apetitoso tesoro. Hablar de las circunstancias históricas sobre hombres monstruosos, habitantes de las tierras antípodas, que contenían los secretos milenarios de los cuerpos en eterna mocedad. Aquellas crédulas de fanáticos de las leyendas homéricas que localizaban topográficamente los terrenos donde la ambrosia fructificaba los dones de la inmortalidad del Olimpo. O las creadas por la mentalidad del cristiano fervoroso que, al observar los límites orientales del mundo, contemplaba las tierras del paraíso original como única vía de retornar a las fuerzas imperecederas de Adán y Eva. Mas en los tiempos de rememoración nostálgica por el año que nos abandonó, es casi inevitable volver hacia atrás y tratar de comprender el misterio enajenado a la obsesa mirada, de hombres y mujeres, a las arrugas, a los vestigios de otro año que se fue y de paso se llevó nuestro aire de juventud y nos dejó la apariencia más decadente, menos vivaz y cada vez más cansada. Resulta, pues buen momento de reseñar otra modalidad de la heurística sobre el botín de la juventud eterna. Si aquellos hombres embebidos de una portentosa imaginación miraban real la posibilidad de conservar el vigor del joven era, primordialmente, por una razón. Dentro de la inevitable decadencia del cuerpo, existe un rasgo de la apariencia física que despierta las suspicacias sobre la conservación de la vitalidad y que lucha contra la vejez; la sexualidad. ¿Acaso no es aun el tópico de la regeneración del vigor sexual un ardid de la publicidad combativa en la campaña contra los rasgos físicos de la vejez? Es evidente, el hombre nace, crece y muere y en el periplo se desarrolla sexualmente como una manifestación material del apogeo y decadencia de ese vigor. La pérdida de las fuerzas sexuales ha sido considerada por este frente contra la vejez como una señal de la morbilidad y, más todavía, de la mortalidad del cuerpo. En efecto, al hablar de la conservación de la juventud existe una referencia subterránea al apetito sexual, al impulso erótico que ya no se ve cubierto con la misma respuesta de antes. Y es que al poner en el contexto de la materialidad del deseo el asunto de la búsqueda de la fuente la juventud se puede llegar a comprender la obsesión del aventurero, el navegante, el conquistador, el anciano y el metrosexual por no degenerar en la actuación sexual, o por volver al dinamismo erótico de antes. Nos hacemos viejos y en el trance nuestros apetitos ya no encuentran la saciedad de cuando jóvenes justo porque es el propio cuerpo el que se agota en la capacidad de goce. La arruga es signo de la pérdida, pero el verdadero significante es la salud, la conservación de la energía vital que nos mueve día a día. En estos términos se lee el debate a mediados del siglo XX en nuestro país sobre el desarrollo de la medicina. La endocrinología crecía en Europa gracias al descubrimiento en laboratorio de las hormonas sintéticas y su uso dentro de la regulación orgánica de los individuos alterados o decadentes, según sus diagnósticos. La ciencia encontró en la intervención endócrina una forma de modificar rasgos de la naturaleza humana que parecían destinar a la humanidad a su degeneración. Recuperar la salud era una sentencia asimilada bajo la mirada reguladora de los flujos glandulares. Pronto este saber innovador se desplegó por el mundo como el anuncio de un secreto escondido dentro del cuerpo mismo. El uso profesional, experimental y aficionado de las hormonas se popularizó al grado de llegar a ser administrado por cualquier sujeto, con finalidades perversas o ingenuas. Así, siendo la androsterona, como forma primordial de la hormona masculina, aislada por primera vez en 1931 se comenzó a especular sobre la experimentación química dentro y fuera de los laboratorios. Con esto, cerca de 1944, Paul de Kruif escribe un ensayo sobre su deseo de hallar el secreto de la juventud perenne. Ahí De Kruif describe el proceso en el que se vio envuelto para someterse al tratamiento recién descubierto por el Dr. Herman Bundesen en Chicago, para rejuvenecer a los viejos mediante la experimentación con la androsterona. El texto, además de divertido, muestra lo contundente del imaginario sobre las fuerzas secretas de la hormona masculina para revivir el vigor perdido. Los métodos de Bundesen parecían más cercanos a una lectura detenida de los tratados hipocráticos en su versión caracterológica del siglo XIX. El secreto de la juventud estribaba en virilizar al hombre mermado en el desgaste de su naturaleza sexual, pues Bundesen estaba seguro de que la fuerza vital se localizaba en la secreción de la hormona masculina dentro del torrente sanguíneo. Reavivando sexualmente al cuerpo se recobraban, según este método, el apetito natural que empuja al cuerpo a la lucha, la competencia y la búsqueda de medios para satisfacer las necesidades elementales. De esta forma el hombre se hace más hombre y recupera su plenitud sexual, ¿y la mujer? La administración del elixir comprendía a las damas de la misma manera que la evolución sexual diseñada en la época lo hacía, como parte de un nivel pasajero de la escala hacia la virilidad. Es decir, que como buenos machos, la lucha contra la degeneración quedaba caracterizada como parte del combate a la feminización de la especie. Por lo tanto, entre más viriles, más jóvenes; entre más afeminados, más viejos.
Vemos, pues, cómo los métodos endocrinos para pensar el problema son justo como anunciamos el secreto de la juventud. Si parece que nos avejentamos es en gran medida porque nuestro aspecto parece menos atractivo para el sexo opuesto. La búsqueda contemporánea de la eterna juventud tiene la misma lectura sexual sólo que la clave se coloca en lucir más y más atractivos en la lógica del consumo erótico que promueve la nueva ética sexual. La guerra contra la decadencia ya no suministra hormonas, interviene con cirugías estéticas, modifica con cosmetología, erecta con el viagra y hasta crea apariencias virtuales donde la marca del paso de los años se nulifica por completo. El mercado promotor de los apetitos carnales es el que coloca las herramientas reintegradoras del vigor sexual de la juventud precisamente porque la resistencia a la vejez se ha sedimentado en la cultura aun con más fuerza y patetismo que en el mundo antiguo o en las novilladas de la experimentación endocrina. Sí, ya valió… nos espera otro año, más canas, menos ganas y mucho pero mucho más padecimientos que sumar. ¡Salud!
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