Para la Mtra. De la Rosa.
Friedrich Nietzsche escribía en el más entrañable de sus libros:
¡Ay! Llega el tiempo en que el hombre no dará ya a luz ninguna estrella. ¡Ay! Llega el tiempo del hombre más despreciable, el incapaz ya de despreciarse a sí mismo.
¡Mirad! Yo os muestro el último hombre.
‘¿Qué es amor? ¿Qué es creación? ¿Qué es anhelo? ¿Qué es estrella?’ -así pregunta el último hombre, y parpadea.
La tierra se ha vuelto pequeña entonces, y sobre ella da saltos el último hombre, que todo lo empequeñece. Su estirpe es indestructible, como el pulgón; el último hombre es el que más tiempo vive.
‘Nosotros hemos inventado la felicidad’ -dicen los últimos hombres, y parpadean.
Han abandonado las comarcas donde era duro vivir: pues la gente necesita calor. La gente ama incluso al vecino, y se restriega contra él: pues necesita calor.
Enfermar y desconfiar considéranlo pecaminoso: la gente camina con cuidado. ¡Un tonto es quien sigue tropezando con piedras o con hombres!
Un poco de veneno de vez en cuando: eso produce sueños agradables. Y mucho veneno al final, para tener un morir agradable.
La gente continúa trabajando, pues el trabajo es un entretenimiento. Mas procura que el entretenimiento no canse.
La gente ya no se hace ni pobre ni rica: ambas cosas son demasiado molestas. ¿Quién quiere aún gobernar? ¿Quién aún obedecer? Ambas cosas son demasiado molestas.
¡Ningún pastor y un solo rebaño! Todos quieren lo mismo, todos son iguales: quien tiene sentimientos distintos marcha voluntariamente al manicomio.
‘En otro tiempo todo el mundo desvariaba’ -dicen los más sutiles, y parpadean.
Hoy la gente es inteligente y sabe todo lo que ha ocurrido: así no acaba nunca de burlarse. La gente continúa discutiendo, mas pronto se reconcilia -de lo contrario, ello estropea el estómago.
La gente tiene su pequeño placer para el día y su pequeño placer para la noche: pero honra la salud.
‘Nosotros hemos inventado la felicidad" -dicen los últimos hombres, y parpadean’.
Habrán pasado más de cien años desde que el filósofo alemán hiciera hablar a Zaratustra y nosotros, los últimos hombres, en efecto, lo sabemos todo.
Un ejemplo. El viernes por la noche un viejo político mexicano desapareció a las afueras de su propiedad. El sábado por la mañana sus familiares cayeron en cuentas sobre el hecho; a las siete de la noche el país entero de conmovía, lamentaba o fantaseaba sobre el caso. Ha sido el flujo de información vía internet la que mantiene al borde de los foros sociales y de discusión el tema sobre el plagio y supuesto deceso de Don Diego Fernández de Cevallos. En menos de 24 horas, las palabras corrieron y las noticias se fueron creando su realidad hasta lograr la idea de que sabíamos lo que pasaba, aun sin estar seguros de los detalles del asunto. Lo que prueba este ejercicio no es más que la forma en cómo hoy en día vivimos el fenómeno de la comunicación, lo indispensable de la web en nuestros propios paradigmas sobre el saber y sus relaciones con lo real. Qué importante se vuelven, bajo este ejemplo, los mecanismos ante los cuales un hecho es desmenuzado por la comunidad que lo describe cuando reparamos en las hipótesis que por horas rondaron el evento en La Cabaña de Querétaro. Hoy parece un buen pretexto para la reflexión sobre este tipo de asuntos pues se celebra en México el Día Internacional del Internet.
Revisemos si es que nuestro saber sobre lo cotidiano no se encuentra en íntima concupiscencia con nuestra fetichización de la entelequia denominada WEB. Es el internet un filtro de conocimientos superficiales que esquematiza nuestras percepciones sobre los hechos y da la oportunidad de compartirlos al momento. Claro, la historia siempre ha pasado por el encauzamiento de los cronistas, la diferencia con nuestras crónicas es la velocidad y la masificación. La red acelera los procesos del relato histórico anclando las narraciones periodísticas al torrente de la crítica en cosa de horas. El registro de cualquier cosa que pasa por los ojos y oídos de un internauta es confrontado por una comunidad que de manera refleja se hace responsable de darle sentido para la actualidad. Y el historiador pronto, mucho más pronto que en épocas anteriores, tendrá delante un hervidero de fuentes para rendir cuentas de las implicaciones temporales y materiales del hecho para la conciencia histórica de un pueblo. Nuestra capacidad de medir el tiempo entre un acto y su narratividad, escrita o fotografiada, se quiebra cada vez que un suceso de trascendencia social flota en las aguas del internet. Eso ha cambiado la “conciencia epocal” que advertía Hegel en palabras de Heidegger. La multivocidad de fuentes testigos de “lo real” nos ha vuelto seres fragmento, transformando al análisis en credulidad y a la crítica en escepticismo radical. Vaya costo por nuestro omnipresente saber.
Nuestra generación vive en un mundo alterno. A causa del loco crecimiento del internet un sujeto sabe lo que sucede en Pekín habitando físicamente en Tepito y teniendo amoríos virtuales con mancebos en Paris. Quien cuenta con acceso a la red en casa modifica sus hábitos más elementales. Duerme menos porque está en un circuito vital sin horarios, pues el planeta no cesa nunca de generar experiencias en ninguna parte de su geografía. Así, se deja al margen el trato físico con los demás y mejor se espera poder hacer contacto digital con amigos y enemigos, conocidos materialmente o no, en un foro de chat, en facebook o twitter. Quizá porque existir en una red social, para muchos, es dar vida a un personaje ficcional mejorado por las cualidades “virtuales” del ente multimedia que jamás será alcanzado por las carencias y defectos aparentes de su avatar de carne y hueso. De tal forma, las lecturas que especulan sobre la condena platónica del cuerpo ahora se dan de topes con una modalidad extravagante del alma virtual que permanece cuasi inmutable en el cibercosmos.
Internet no sólo conecta al mundo, lo hace suyo y levanta sobre sus referentes una urbe similar pero distinta. Hace diez años podíamos mejorar las condiciones de trabajo y la vida diaria con la red, hoy esa vida ya se mueve casi por completo en las entrañas de la fibra óptica. Por supuesto, la creación de esta tierra virtual tiene como consecuencia una especie de discriminación del mundo material. Las clases sociales con escaso acceso a la red padecen ese rezago y se mantiene al margen de la cibercarrera, como si no pudieran hablar la lengua que ha sido capaz de “amarrar a las naciones” bajo un mismo eje ficcional. Sin embargo, esto es sólo un espejismo: esa distancia mantiene un orden temporal distinto en estas comunidades ajenas a la web. Quizá los libera de prácticas esquizofrénicas que tienden a mutilar las conductas cotidianas salvando algo de la vida común que se basa, todavía, en el trato personal, presencial de los sujetos. La añeja dicotomía entre moderno y rural, así, se redefine y hace permanecer la lógica que cuenta la vida cotidiana para unos y otros.
En efecto, sabemos mucho y nos burlamos bastante, tal como los últimos hombres decadentes del Zaratustra. Nuestro conocimiento es superfluo y general. Tan inmediato que no responde a ningún interés concreto, sólo a la apreciación distante, curiosa, maliciosa. El internet promueve el aspecto lúdico del saber y fragmenta por eso nuestra concentración en una experiencia múltiple que atrapa cuantas ventanas se puedan abrir frente al ojo. La atención se reparte en nuestro trabajo, el chat, la bandeja de correos, las descargas de música o video, etc. Todo aparece delante dominado por un tecleo obseso. Igual, el buscador se vuelve extensión de la sinapsis y el cursor un dedo protético que usurpa las funciones de la mano. En fin, aquello del cuerpo sin órganos ahora se vuelve una realidad sin fugas para nuestro cuerpo, que obtiene de la computadora y sus dispositivos una potenciación de sus miembros; o un crudo reparar en las dependencias. La risa, como advertía Nietzsche, es simplona. Reímos porque juzgamos apoyados en datos que obtenemos en fracciones de segundo, de ahí lo estéril de la sonrisa.
El espacio de la red muta en la vida cotidiana, tal como hace más de un siglo Baudelaire pensaba sobre la funciones del artista en la vida moderna: hay en la vida trivial, en la metamorfosis cotidiana de las cosas exteriores, un movimiento rápido que impone al artista la misma velocidad de ejecución. Misma velocidad que exige al mundo de la web su carácter de reflejo de la conciencia pública del cosmopolitismo posmoderno. Tal vez este sea el epilogo perfecto para nuestra adicción a la inteligencia y burla como últimos hombres del mañana.
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