De la retórica del milenio y sus avatares

CMXCIX.

sábado, 10 de abril de 2010

El Renaut y el Síndrome del mexicano. ¿Una genealógica de nuestra impuntualidad?


Ante la confusión y despiste por el problema del RENAUT, la COFETEL y los legisladores promotores del registro de celulares acusaron a los usuarios que no se habían dado de alta de tener “síndrome del mexicano”. ¿Será?

Vaya cosa. A unas horas de vencer el plazo para el mentado registro, había multitudes en las filas de atención a clientes, páginas de internet caídas, líneas telefónicas ocupadas o bloquedas, servicio SMS saturado, etc. En una palabra, resulta que, como siempre, todo lo dejamos hasta el último momento. Lo curioso del caso es pensar que el plazo se anunció desde hace meses y que los usuarios recibimos advertencias de que el servicio se cancelaría por mensajes, llamadas y correos desde entonces. Y hasta ahora, que resultó que la cosa de la cancelación de las líneas sí iba en serio, las masas enardecidas nos volcamos hacia el registro cual párvulos al recreo. Por varios días se manejo la hipótesis de que no se hacía el registro por desconfianza de brindar datos con fines todavía imprecisos. Pero al paso de las horas o los desconfiados nos tuvimos que resignar o realmente tal argumento no fue más que la última escusa para intentar una prórroga y evadir la responsabilidad. ¿En verdad será cosa del síndrome del mexicano? Cualquiera que haya dado una clase, haya tenido a un grupo de colaboradores bajo su coordinación o simplemente haga un autoanálisis de su vida ante la burocracia sabe que hay más posibilidad de verosimilitud en la premisa sobre la impuntualidad que sobre la desconfianza, y digo, a pesar de lo razonable de las dudas sobre el manejo de la información. Lo que parece es que si millones de personas no han colaborado es porque no hubo la cobertura necesaria de información sobre la seriedad de cumplir las normas o que la ingenuidad o ignorancia de los usuarios para realizar vía SMS o internet imposibilitó la captura de los datos por estos medios, propiciando su postergación indefinida o la saturación de las otras vías de registro. Como sea, la verdad es que hubo el suficiente tiempo para preguntar o quejarse pero nunca llegó hasta ahora. El argumento tiene más la forma de aquel que todos aplicamos durante nuestros años de escolapios del clásico “No pude entregar el trabajo a tiempo porque se fue la luz en mi casa” o el célebre de moda “Sí lo envíe por mail, no le llegó” o uno peor pero más similar al caso RENAUT “Es que no entendí qué era lo que tenía que hacer, por eso no lo entregué”.

Ante cierto lente, este evento, ahora cubierto como estelar en las competidas notas periodísticas sobre asesinatos, narcos y madres despiadadas, resulta un microcosmos controlado ante la observación de laboratorio.




¿Por qué será que todo lo dejamos para el final?, ¿Es esto un fenómeno singular de nuestro carácter? En los históricos análisis de nuestra caracterología, este letargo ha sido retratado como la consecuencia de un complejo. Un padecimiento que se remonta al momento fundacional de nuestra cultura: el proceso de mestizaje.


Durante siglos, buena parte de los europeos calificaron a los nativos de América como a gente ingenua, pasiva, tarda, retraída, apática del tipo de temperamento flemático. Estos calificativos se apoyaban en cierta ideología sobre los tipos humorales hipocráticos que más bien operaban, en la Nueva España, como elementos morales justificadores de posturas intolerantes a la otredad; una estrategia de legitimidad para gobernar a los indígenas. De ahí que se acusara a los indígenas de incapaces para realizar tareas que implicaran una decisión propia, por lo que se acentuaba, en estos estudios de temperamento, su débil prudencia en para obrar y la necesidad de ser tutorados para encausar sus actos hacia el bien. Pero lo verdaderamente importante para este caso es notar lo que muchos de los médicos de la época describieron sobre el tipo de español radicado en las tierras nuevas y el criollo, ya natural de la Nueva España. Del primero se decían cosas ambiguas. Por un lado se aseguraba que podría compensar su naturaleza a las condiciones telúricas y que su temperamento colérico encontraría equilibrio en la humedad y calidez del sitio, haciendo de su constitución una más óptima a la que imperaba en su natal Europa. Sin embargo, no fue esta la postura preponderante. Diego de Cisneros, un médico del siglo XVII, advertía sobre las vicisitudes de la naturaleza del lugar. Decía que había ciertos humores pesados en las condiciones climáticas de la Ciudad de México que originarían, a la larga, alteraciones a la constitución interna de los europeos. Había cierto flujo de los aires que viciaría el temperamento español, tal y como había sucedido con los indios. Esto podría ser regulado si se tomaban ciertas prevenciones, como mudar la Ciudad de México al pueblo de Coyoacán. Los criollos eran evidencia de esa corrupción del temperamento. En ellos se había desequilibrado la humedad por el entorno que actuaba sobre sus humores. Los criollos eran ya referidos como sanguíneos; tipos indisciplinados y faltos de voluntad, dados a los excesos e inquietos. Así el peso teórico de los conceptos sobre el lugar y su relación con el cuerpo y la conducta moral quedó descrito y casi determinado en la ciencia colonial. Con el avance del mestizaje, la cruza de las características temperamentales y las reseñas del medio circundante, el tipo de naturaleza del mexicano fue consolidándose en el imaginario hasta nuestros días. Observar estos calificativos no tiene la intención, al menos en nuestro caso, de rescatar estas valoraciones, sino de fijar genealógicamente el punto donde se reconoce un referente para el calificativo “síndrome del mexicano”.



El proceso de Independencia no trajo consigo el desmantelamiento de estos criterios, sino más bien su relectura. El tipo mexicano y sus derivaciones sedimentaron el discurso más moral que científico y lo dicho sobre los temperamentos pivotaba sobre la idea general del sujeto indisciplinado, apaciguado, dado a los vicios, envalentonado por el alcohol e ingenuo. Consolidado el régimen posrevolucionario, con médicos como Ezequiel Chávez y Samuel Ramos, las tipologías derivaron en caracterologías y se refugiaron en imaginarios sobre la psicología social o el inconsciente colectivo. Así se llegó a la idea, ahora citada como salida para los legisladores “renautfílicos”, del complejo de inferioridad como síntoma de nuestro carácter.


Lo que llama la atención es la pervivencia de esta forma de describirnos. Es la adecuación de una metáfora del comportamiento como manual para reconocer nuestras fallas o carencias. No es que los intelectuales detrás del RENAUT logren apreciar el desdoblamiento de la ideología científica sobre “lo mexicano” y sus tipos psicológicos. Más bien, esta oportunidad nos da la perspectiva de observar lo que desde la colonia puede apreciarse, los obligados usos retóricos de la ciencia para confirmar ideologías sobre la cultura popular y así, poder explicarse un poco factores tan complejos como el que rodeo la perspicaz pregunta del por qué todo lo dejamos hasta la última hora.

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