De la retórica del milenio y sus avatares

CMXCIX.

domingo, 12 de diciembre de 2010

Los olvidados: los deseos del crimen en la niñez. El ojo médico del realismo.

Hace sesenta años, en México, se estrenaba la cinta de Luis Buñuel Los Olvidados. En ella se aborda un tema polémico: la violencia y el crimen entre menores. Todo el filme gira alrededor de un par de niños de la calle en el cual, Buñuel y su equipo, expresan un perfil de la sociedad mexicana ensombrecido por el cine de la Época de Oro. Los menores se encuentran atrapados en el abandono, abusando de vicios y buscando obtener los medios para sobrevivir a su suerte. Se dice que Buñuel eligió personalmente la trama, luego de que el productor de la película le advirtiera sobre la búsqueda de una historia dramática. Por esto es que al inicio del largometraje se advierte: “Esta película está basada en hechos de la vida real y sus personajes son auténticos”. Efecto que marcó la recepción y estudio de la obra desde entonces y hasta nuestros días.

El filme no gozó de buena fama. Por el contrario, fue recibido como un ataque a la sociedad, como una expresión morbosa de un extranjero que juzgaba sin sensibilidad. Por otro lado la pieza es calificada como realista, como resultado de un diagnóstico puntual y un estudio de los barrios pobres de la Ciudad de México. Se mira, así, como un espejo que tanto distorsiona las escenas de la vida de lo cotidiano como que les da potencia para poder decir su versión sobre la realidad.

Lo cierto es que Buñuel trabaja con especialistas. El español se asesora con médicos y psicopedagogos mexicanos que llevaban años estudiando el comportamiento de los infantes en clínicas y centros de prevención. Estos grupos de profesionales ponían a prueba sus estrategias de regeneración de los niños de la calle con trabajo de campo, realizado en las colonias populares de la ciudad. De la misma manera, Buñuel se acompaña de estos estudios intrigando en la narrativa sobre la trágica condición humana. La idea era lograr un retrato de la vida callejera en su parte más dolorosa: la de la niñez corrompida.

A lo largo de los años el filme se ha vuelto un clásico. Un testimonio que da cuentas, como puede, de las pesadillas de un México clavado en cierta neurosis de la modernidad: entre la ambición de prosperidad y el resquebrajamiento social de clases.

Era ese el México que supervivía a los discursos nacionalistas, en aras de mirarse moderno, mientras se reparaba, o eso pensaba, de los olores del folclor. Un país, el de hace sesenta años, que no quería ver el desgarre profundo de un mundo rural tasajeado por escenas urbanas de miseria e ignorancia. Es verdad, la sensibilidad, el gusto, el juicio no tenían categorías para ver una cinta como la de Buñuel y apreciarla como hoy podemos. ¿Cómo toleraron los amantes de Ismael Rodríguez y Pepe el toro que los simpáticos y dicharacheros pobres de siempre no le hicieran a la Cenicienta sino que explotaran ante el espectáculo en toda su ferocidad bajo la metáfora del niño matón? En fin, lo que la distancia nos pone en la cara cuando se vuelve la vista al filme de Buñuel es lo actual y lo acido de su ojo.

Hoy un niño de 14 años puede ser la cabeza de un comando de menores dedicados a matar. Nuestro realismo es ver videos de un grupo de jovencitos que le dan de palos a un hombre colgado, cual res en carnicería, como si fuera la última piñata de sus mocedades. Mirar a púberes que sonríen felices bañados de sadismo cada que acercan a la muerte a una persona, escuchar a un pobre escuincle que bajo su torpeza confiesa haber matado a cuatro, degollándolos, o saber que el asesino no teme por su castigo compone el imaginario del criminal que rebela las carencias, las miserias de la sociedad que somos. Nuestro Ponchis es el Jaibo de Buñuel. Nuestros niños sicarios son Los Olvidados de los cincuenta. Adolecentes perdidos desde su propia constitución psico-somática que los impele a la vida de excesos ya sea porque crecen en ambientes hostiles donde se cree que el crimen es la única vía de superación o porque tuvieron una infancia de abandono y el destino los llevo a las redes del narco. Como sea, en distintas oportunidades, el Ponchis ha sido exhibido en los medios como un monstruo, un fenómeno y hasta el Diablo cuando lo que más aterra es que estos pubertos, confundidos entre las virtudes y los vicios, deseosos de bienes materiales, éxitos efímeros y excesos de placeres habitan en todas partes, son parte de nuestra vida cotidiana y lo único que separa a uno de otro es la pura y llana educación. Y quizá, en nuestro país donde la educación se entiende como un inmenso acordeón que memorizar, sea este argumento lo que más fatídico se presenta del caso.

En el México de la primera mitad del veinte, se puso en marcha una política sobre la degeneración. Así lo que los especialistas catalogaban como un peligroso criminal en potencia, era canalizado a centros de atención donde eran diagnosticados y tratados según su constitución física. Esto lo retrata Buñuel en La Granja de Tlalpan donde llega Pedro, ahí se muestra solo una parte de la política sanitaria. En verdad estas prácticas llegaron al grado de medicalizar a los menores infractores bajo un esquema de terapia hormonal, que además consistió en ejercitar a los niños bajo un condicionamiento que diera cauce a sus energías desbordadas. Pronto estos regímenes fueron abandonados, los estudios fueron cada vez más dedicados a encontrar las causas económico-sociales de la criminalidad y las soluciones aplazadas hasta hallar la fórmula correcta del desarrollo social integral. Pero la lección sobre el estudio del perfil endócrino y psiquiátrico del criminal se quedó como un paradigma de la ciencia mexicana.

Nuestros tiempos exigen tomar a los menores infractores como metáfora, como lo hace el filme sexagenario, no solo de la inmensa descomposición social sino de la acción frente al apetito de poder que alimenta el imaginario sobre el criminal. Esto lo trabaja la trama de Buñuel: el origen del deseo. La cinta solo muestra la gestación de la libido y advierte sobre los derroteros de un hervor en exceso. Sin lugar a dudas que esto fue un tópico de la psicopedagogía de la época. En nuestro caso, aprender sobre las consecuencias de estos deseos nutridos por el éxito de una carrera criminal debería ocuparnos más allá que condenar con retórica a un sujeto cuya mejor fotografía es la de ser un espejo fiel de la bestialidad de la violencia de la lucha entre y contra el narco en México. Éste y otros adolecentes no son más que el producto de un lenguaje común y corriente que se alimenta de las imágenes que rodean al seductor mundo del desenfreno y el hedonismo criminal. Y mientras ese imaginario siga en ebullición el deseo precoz seguirá pervirtiendo a nuevos y cada vez más sádicos niños sicarios.

sábado, 6 de noviembre de 2010

Volver al futuro del 85. La abolición de una forma de ver al tiempo

Son las 7:53 de la mañana. Una secuencia interminable de relojes se apilan todos en marcha hasta que dejan ver tres retratos. Se trata de Tomas Alba Edison, Isaac Newton y Albert Einstein. En seguida un radio, una cafetera y un televisor se activan por obra de despertadores sincronizados. Un tostador adaptado y lo que parece un despachador de comida de perro automatizado se accionan, igualmente, por la intervención de máquinas programadas. La narrativa se detiene cuando alguien entra por la puerta para encender un inmenso amplificador de sonido, cuya potencia, lo hace estallar.

En julio de este año se cumplieron 25 años del primer filme. Como una forma de recordarlo se ha reestrenado una versión mejorada en los cines y se ha lanzado una versión especial en DVD de las tres cintas. Sin duda Volver al futuro es el ícono de una generación y por esto se ha vuelto a llevar a las pantallas. Los jovencitos que crecieron de la mano de Michael J. Fox y sus paradojas del tiempo, ahora, ya de rucos, se choquean en las salas cinematográficas al confundirse de nuevo con las explicaciones temporales de “El Doc”. En cambió a los jóvenes del siglo XXI les resultan cómicas las escenificaciones del futuro en 2015 según las ficciones de los ochenta, donde los autos vuelan, las chamarras se secan solas y las mini pizzas se rehidratan para agigantarse. Lo curioso del caso es cómo, para todos, si acaso no hemos llegado al punto de usar toda esa tecnología si este paradigma se toma como referencia para la invención. Hoy los tenis de Marty no se abrochan solos pero ya se patentó la idea, por la propia Nike para lanzarlos al mercado en 2015. Así se comprueba que la ficción modela nuestro mundo cotidiano, más allá de los aciertos futuristas.

El guión de Zemeckis y Gale se inserta en un género literario y cinematográfico que fantasea con el desplazamiento hacia ciertos momentos de la historia humana o personal. Se puede hablar de una corriente de pensamiento que busca hacer del viaje topológico un modelo del viaje cronológico. Es como pensar que porque somos capaces de volver a un sitio del cual hemos partido también estamos en la condición de volver a un momento que ya hemos pasado. ¿Se podrá? Recordemos cómo es que H.G Wells imaginó una máquina capaz de moverse sólo en lo temporal y no de trasladarse a otro lugar. Esto es consecuencia de pensar la temporalidad justo bajo un esquema cartesiano que otorga ubicación geométrica a un objeto pero cuya representación en el plano físico es imposible sin una correspondencia de magnitudes igualmente medible. Como hacer un plano de una casa y ubicar en él dónde se localizará en el futuro la cocina, así por el puro conocimiento de coordenadas descifrar un momento en el tiempo en que estaré preparando café. Pensar bajo este modelo a sido una constante en los trances crononáuticos. Cada que hablamos de máquinas del tiempo visualizamos algo semejante al DeLorean del Doc que tiene la capacidad de establecer, bajo un calendario digital, un instante en el tiempo; como si la historia de la humanidad se acumulara en una línea que pudiera ser medida bajo una graduación, cual cinta métrica, numérica.

En el caso de Volver al futuro, el tiempo está retratado como un mapa. Marty va al pasado y encuentra a sus padres interviniendo en la historia personal de su familia, al evitar, sin querer, que su madre se enamore de su padre. En el preciso momento de la intervención, Marty debería desaparecer al instante pues si no fueran pareja sus papás él no habría nacido, al contrario lo que Marty ve es una foto, cuyas personas, él y sus hermanos, van desapareciendo por el desarrollo de la trama. Zemeckis y Gale se topan con este tipo de anomalías por todo el filme, lo cual no quiere decir que la cinta esté mal planteada. Más bien nos pone de frente una concepción distinta sobre los mecanismos narrativos para decir sobre las diferentes teorías sobre la forma del tiempo.

Pasados los años, el cine comercial ha tomado referencias del cine experimental para adaptar modelos de montaje que sean capaces de narrar de distinta manera historias. Para decirlo con Martin Jay, lo que acontece visualmente en los cambios generacionales es un cambio de régimen escópico. Dicho régimen no es más que una estrategia distinta de ordenar las secuencias de imágenes según ciertas teorías o pensamientos sobre la mirada. En nuestro caso, la publicidad ha preparado a las generaciones de cinéfilos para recibir montajes agresivos de gran velocidad y con secuencias dinámicas y breves. Eso repercute en la manera de contar historias. Volver al futuro nos coloca delante un viejo sistema narrativo que hizo maravillas para ejemplificar algo tan complicado como una teoría del tiempo. Hoy, los efectos del viaje en el tiempo no se pueden deslindar de la Teoría del Caos, hasta Homero Simpson lo sabe: si algo se modificara, hasta una pobre planta, en el pasado eso ocasionaría la destrucción de nuestro presente tal y como lo conocemos. Por esto nos resulta sólo un divertimento para hablar de algo más y hacernos pensar.

En efecto, Zemeckis dispuso una trilogía a la lección moral, más aristotélica que posmoderna. Marty es un sujeto en vísperas de crecer y lograr el éxito. Las secuelas intentan dejar esto de manifiesto cada que reiteran el modelo del encuentro con el bravucón. El trabajo visual del equipo es excelente. Recrean tres veces bajo diferentes disposiciones epocales la escena donde Marty enfrenta a Tannen. Aquí viene lo mejor de la cinta pues en todos lo casos la retórica que se usa es la de la virilidad. Marty es un tipo con agallas, más que las de su padre e hijo, pero que arruina su vida precisamente por no saber cuándo contener sus frenes. La trilogía dice más sobre la prudencia frente a la violencia que sobre las paradojas del tiempo, divertidas, pero extravagantes. En el momento que Marty madura, no se “engancha” o “se va al cuello” sino que piensa en su futuro, tal como lo admite en la tercera parte: así asume el rol de un adulto que ha dejado los extremos y está listo para afrontar los problemas y las críticas desde la Phrónesis.

El momento final de la zaga es donde, los hombres más rudos del viejo Oeste, le amenazan con llamarle gallina por el reto de su vida y la de sus descendientes el se relaja y busca lo importante, volver a casa. Esto queda como la verdadera lección imperecedera. La violencia no se resuelve con más violencia: vaya casualidad que se venga a reestrenar ahora en nuestro país, justo cuando nuestro gobierno insiste en lo contrario ¿coincidencia?

viernes, 17 de septiembre de 2010

¿Qué del fue bicentenario? La máscara de nuestras revoluciones o el cisma de la historia.

Ahora sí, nos llegó la fecha, la efeméride bicentenaria nos topó de frente. Nos ha tomado por asalto armada con un vacío festejo, lleno de sincretismos artificiosos y malabares pseudo-olímpicos. La conmemoración nos dio alcance sin estar conscientes de su peso específico. Por más que nos tronamos los dedos, no encontramos una justa media entre las tediosas mesas de debate con especialistas y los colosos broncíneos megalómanos con cara del narco-santo Jesús Valverde. La memoria y su actualización fueron derrotadas por el carnaval caótico, cuya lógica visual nadie entendió, y su ridícula cristalización en el fusil de la campaña publicitaria del tour History de Michael Jackson. ¿Esto es nuestro 2010? El carácter narrativo de nuestro pathos histórico nos ha dejado esperando más pues demanda el cumplimiento de una especie de profecía revolucionaria.

La fecha está marcada en la epidermis histórica, pues hoy se cumple el ciclo abierto en la memoria colectiva desde 1810 hasta 1910. Las teorías sobre las revoluciones de cada 100 años amenazan el imaginario y defienden todavía su signo de remembranza bélica. Aquí las lecciones de historia entran en la vorágine de la interpretación y reclaman su extraño lugar como códices del pasado para descifrar el futuro. Como sea, lo que queda en evidencia es la necesidad que tenemos como pueblo de encontrar en nuestra historicidad una lógica de la revolución: un sentido que proponga la finalidad de vivir una fecha no como conmemoración sino como un acontecimiento, una posibilidad.

Mas en realidad, la idea misma de un bicentenario revela ya un interesante mecanismo de auto representación colectiva. En 1784, el buen Immanuel Kant escribía un interesante ensayo llamado ¿Qué es la ilustración? Ahí el filósofo elucubra sobre cuándo un pueblo, como un hombre, se dice que ha entrado en la madurez. Al paso de una interesante reflexión sobre la autonomía y la autodeterminación, Kant sugiere que es la ilustración de los pueblos el proceso de madurez justo porque es cuando se reconoce su independencia con los otros y se llega a la plenitud del uso libre de la razón: un ejercicio que garantiza la paz y el bien común entre los ciudadanos. Una buena lectura del caso la ha realizado el pensador francés Michel Foucault. En su análisis de las ideas kantianas sobre la ilustración, pone atención en el objeto principal al cuál Kant dedica su texto; el presente. Es decir, al hablar de la ilustración como un desarrollo del autoconociemiento de los pueblos, Kant revela todo un ejercicio de crítica de su presente. Kant piensa el presente, su tiempo precisamente como un acontecimiento; un hecho desde el cual se intenta dar sentido a todo un flujo de la historia. Así Kant explica una época, la ilustración, y con esto Foucault muestra como al hablar de sí, de su momento, Kant comprendió su presente como actualidad; como un ahora que se hace siempre posible en cualquier tiempo.

No veo mejor teoría para explicar lo que nos acontece hoy al pensarnos desde el bicentenario. Es la capacidad de vernos desde un punto epocal y considerarnos con ello un cisma. Volvernos no parte de la historia, sino comienzo y fin, actualidad de un tiempo que se hizo un presente efectivo por la tradición historiográfica, literaria y filosófica: La Independencia y La Revolución. El problema es que al acto de pensar el presente, en nuestro caso concreto, se le ha sublimado un efecto retórico que vuelve a la toma de consciencia (ilustrada o no) un fenómeno edulcorado, inofensivo y casi adormecedor. Las revoluciones que agitan el pensarse desde el movimiento sagital foucaultiano, epocal, son matizadas por acto de la propaganda festiva. ¿Qué representa el coloso del bicentenario sino un desmantelamiento de la autoconciencia suplantado por la alegoría purista de la heroicidad totalmente ajena a nuestro presente? Nadie sabe quién es ese sujeto y los que reconocen en él al militar antimaderista y antivillista, Benjamin Argumedo, lo tachan de contrarrevolucionario y fuera de lugar en el 15 de septiembre.

No cabe duda que una vez más la conmemoración de nuestras guerras civiles sirve como propaganda de un proyecto político. La cultura como género de ficciones sobre el estado se corrobora. Pero no es cosa reciente, lo que padecemos es un mal ya viejo. Desde inicios del siglo XX don Porfirio le echaba ganas al festejo del centenario de la Independencia. La opulencia de las fiestas acompañó muestras de arte, ciencia y la construcción del célebre monumento angelical mediante un aparatoso programa propagandístico. Así, al general Díaz no le era suficiente recordar la independencia con una justa rememoración de los valores de la lucha por la libertad y autonomía. No, los ideales eran buenos para la retórica y lo importante fueron los festejos. Al final del día eso fue sólo un aderezo más para lo que se avecinaba ese mismo año.

Hoy la memoria igualmente se nos hace atole. Mucho festejo y muy poca consciencia histórica. El anclaje semántico se pasea libremente en nuestro diario quehacer; “que si el bicentenario esto, que si el bicentenario el otro”. Como dice el filósofo Nietzsche cuando habla de “conceptos duros”, se ha convertido a la referencia en objeto por sí mismo. Es decir, que la enunciación “bicentenario” se ha atorado en el flujo de comunicación para representar una oquedad de significado. Se vacía el contenido práctico- discursivo de la palabra y se coloca como evocación de todo y de nada al mismo tiempo. ¿De qué sirve que una línea del metro se denomine “Bicentenario”? pues sólo para desligar la conmemoración de una fecha concreta de su carácter histórico. El bicentenario pues terminó siendo cosa de palabrería, moneda de uso corriente que no nos dice nada sobre el acontecimiento al que remite. ¿Y el hecho histórico? Ése se quedó en las monografías con tipos que más que hombres rebeldes, bandoleros como los fueron Hidalgo y Villa, parecen santones que dan patria a punta de iluminaciones místicas. El temor está, como bien lo desentraña Foucault, en autodenominarse bajo un signo “real”, propio, uno que diga sobre la rebelión y sus avatares, su carácter violento, sus errores y sus atropellos, no sobre su gloria

¿O no? El proyecto sobre el Bicentenario es el festejo, lo edulcorado, lo simpático, no la crítica y el saber. De este efecto letárgico hay que tomar distancia y terminar el año cuestionando a cada héroe, a cada batalla y ante todo las formas en cómo se nos representan en las conmemoraciones pues fue justo así como en 1910 don Porfirio quiso adormecer a las masas y “disfrazar” la revuelta que ya llevaba algunos años en ejecución. Tal vez hoy esa revuelta esté operando ya bajo el denominador de la guerra antinarco y nosotros, tan entretenidos con la retórica, ni por avisados nos demos de su sangriento signo.

martes, 7 de septiembre de 2010

DE LA UTILIDAD Y LOS INCONVENIENTES DE LA HISTORIA PARA LA VIDA. Friedrich Nietzsche

(fragmento sobre la necesidad del olvido).



Observa el rebaño que paciendo pasa ante ti: no sabe qué significa el ayer ni el hoy, salta de un lado para otro, come, descansa, digiere, salta de nuevo, y así de la mañana a la noche y día tras día, atado estrechamente, con su placer o dolor, al poste del momento y sin conocer, por esta razón, la tristeza ni el hastío. Es un espectáculo difícil de comprender para el hombre -pues este se jacta de su humana condición frente a los animales y, sin embargo, contempla con envidia la felicidad de estos-, porque él no quiere más que eso, vivir, como el animal, sin hartazgo y sin dolor. Pero lo pretende en vano, porque no lo quiere como el animal. El hombre pregunta acaso al animal: ¿por qué no me hablas de tu felicidad y te limitas a mirarme? El animal quisiera responder y decirle: esto pasa porque yo siempre olvido lo que iba a decir -pero de repente olvidó también esta respuesta y calló: de modo que el hombre se quedó asombrado.

Pero se asombró también de sí mismo por el hecho de no aprender a olvidar y estar siempre encadenado al pasado: por muy lejos y muy rápido que corra, la cadena corre siempre con él. Es un verdadero prodigio: el instante, de repente está aquí, de repente desaparece. Surgió de la nada y en la nada se desvanece. Retorna, sin embargo, como fantasma, para perturbar la paz de un momento posterior. Continuamente se desprende una página del libro del tiempo, cae, se va lejos flotando, retorna imprevistamente y se posa en el regazo del hombre. Entonces, el hombre dice: «me acuerdo» y envidia al animal que inmediatamente olvida y ve cada instante morir verdaderamente, hundirse de nuevo en la niebla y en la noche y desaparecer para siempre. Vive así el animal en modo no-histórico, pues se funde en el presente como número que no deja sobrante ninguna extraña fracción; no sabe disimular, no oculta nada, se muestra en cada momento totalmente como es y, por eso, es necesariamente sincero. El hombre, en cambio, ha de bregar con la carga cada vez más y más aplastante del pasado, carga que lo abate o lo doblega y obstaculiza su marcha como invisible y oscuro fardo que él puede alguna vez hacer ostentación de negar y que, en el trato con sus semejantes, con gusto niega: para provocar su envidia. Por eso le conmueve, como si recordase un paraíso perdido, ver un rebaño pastando o, en un círculo más familiar, al niño que no tiene ningún pasado que negar y que, en feliz ceguedad, se concentra en su juego, entre las vallas del pasado y del futuro. Y, sin embargo, su juego ha de ser interrumpido: bien pronto será despertado de su olvido. Enseguida aprende la palabra «fue», palabra puente con la que tienen acceso al hombre, lucha, dolor y hastío, para recordarle lo que fundamentalmente es su existencia -un imperfectum que nunca llega a perfeccionarse. Y cuando, finalmente, la muerte aporta el anhelado olvido, ella suprime el presente y el existir, plasmando así su sello a la noción de que la existencia es un ininterrumpido haber sido, algo que vive de negarse, destruirse y contradecirse a sí mismo.

Si una felicidad, un ir en pos de una nueva felicidad, en cualquier sentido que ello sea, es lo que sostiene al ser viviente en la vida y lo impulsa a vivir, posiblemente ningún filósofo tiene más razón que el cínico, pues la felicidad del animal, como cínico consumado, es la prueba viviente de la justificación del cinismo. Una ínfima felicidad, si es ininterrumpida y hace feliz, es incomparablemente mejor que la máxima felicidad que se da solo como episodio, como una especie de capricho, como insensata ocurrencia, en medio del puro descontento, ansiedades y privación. Tanto en el caso de la ínfima como en el de la máxima felicidad, existe siempre un elemento que hace que la felicidad sea tal: la capacidad de olvidar o, para expresarlo en términos más eruditos, la capacidad de sentir de forma no-histórica mientras la felicidad dura. Quien no es capaz de instalarse, olvidando todo el pasado, en el umbral del momento, el que no pueda mantenerse recto en un punto, sin vértigo ni temor, como una Diosa de la Victoria, no sabrá qué cosa sea la felicidad y, peor aún, no estará en condiciones de hacer felices a los demás. Imaginemos el caso extremo de un hombre que careciera de la facultad de olvido y estuviera condenado a ver en todo un devenir: un hombre semejante no creería en su propia existencia, no creería en sí, vería todo disolverse en una multitud de puntos móviles, perdería pie en ese fluir del devenir; como el consecuente discípulo de Heráclito, apenas se atreverá a levantar el dedo. Toda acción requiere olvido: como la vida de todo ser orgánico requiere no solo luz sino también oscuridad. Un hombre que quisiera constantemente sentir tan solo de modo histórico sería semejante al que se viera obligado a prescindir del sueño o al animal que hubiera de vivir solamente de rumiar y siempre repetido rumiar. Es, pues, posible vivir y aun vivir felizmente, casi sin recordar, como vemos en el animal; pero es del todo imposible poder vivir sin olvidar. O para expresarme sobre mi tema de un modo más sencillo: hay un grado de insomnio, de rumiar, de sentido histórico, en el que lo vivo se resiente y, finalmente, sucumbe, ya se trate de un individuo, de un pueblo, o de una cultura.

Para precisar este grado y, sobre su base, el límite desde el cual lo pasado ha de olvidarse, para que no se convierta en sepulturero del presente, habría que saber con exactitud cuánta es la fuerza plástica de un individuo, de un pueblo, de una cultura. Me refiero a esa fuerza para crecer desde la propia esencia, transformar y asimilar lo que es pasado y extraño, cicatrizar las heridas, reparar las pérdidas, rehacer las formas destruidas. Hay individuos que poseen en tan escaso grado esa fuerza que, a consecuencia de una sola experiencia, de un único dolor y, con frecuencia, de una sola ligera injusticia, se desangran irremisiblemente como de resultas de un leve rasguño. Los hay, por otra parte, tan invulnerables a las más salvajes y horribles desgracias de la vida, y aun a los mismos actos de su propia maldad que, en medio de estas experiencias o poco después, logran un pasable bienestar y una especie de conciencia tranquila. Cuanto más fuertes raíces tiene la íntima naturaleza de un individuo tanto más asimilará el pasado y se lo apropiará. Podemos imaginar que la más potente y formidable naturaleza se reconocería por el hecho de que ella ignorase los límites en que el sentido histórico podría actuar de una forma dañosa o parásita. Esta naturaleza atraería hacia sí todo el pasado, propio y extraño, se lo apropiaría y lo convertiría en su propia sangre. Una naturaleza así sabe olvidar aquello que no puede dominar, eso no existe para ella, el horizonte está cerrado y nada le puede recordar que, al otro lado, hay hombres, pasio nes, doctrinas, objetivos. Se trata de una ley general: todo ser viviente tan solo puede ser sano, fuerte y fe cundo dentro de un horizonte, y si, por otra parte, es de masiado egocéntrico para integrar su perspectiva en otra ajena, se encamina lánguidamente o con celeridad a una decadencia prematura. La serenidad, la buena conciencia, la actitud gozosa, la confianza en el porve nir ‑todo eso depende, tanto en un individuo como en un pueblo, de que existe una línea que separa lo que está al alcance de la vista y es claro, de lo que está os curo y es inescrutable, de que se sepa olvidar y se sepa recordar en el momento oportuno, de que se discierna con profundo instinto cuándo es necesario sentir las co sas desde el punto de vista histórico o desde el punto de vista ahistórico. He aquí la tesis que el lector está invi tado a considerar: lo histórico y lo ahistórico son igualmente necesarios para la salud de los individuos, de los pueblos y de las culturas.

Aquí se nos podrá hacer una observación: los conocimientos y los sentimientos históricos de un hombre pueden ser muy limitados, su horizonte estrecho como el de un habitante de un valle de los Alpes; en cada juicio puede cometer una injusticia, de cada experiencia puede pensar erróneamente que él es el primero en te nerla -y a pesar de todas las injusticias y todos los errores, se mantiene en tan insuperable salud y vigor que todos sentirán goce al mirarlo; en tanto que, a su lado, el que es mucho más justo y más instruido que él flaquea y se derrumba, pues las líneas de su horizonte se desplazan siempre de nuevo, de modo inquietante, porque él, atrapado en la red sutil de sus justicias y verdades, no vuelve a encontrar de nuevo el mundo elemental de deseos y aspiraciones. Por otra parte, hemos observado al animal, totalmente desprovisto de sentido histórico, que se desenvuelve dentro de un horizonte casi reducido a un solo punto y, no obstante, vive, en una relativa felicidad, al menos sin hastío y sin necesidad de simular. Habría, pues, que considerar a la facul tad de ignorar hasta cierto punto la dimensión histórica de las cosas como la más profunda e importante de las facultades, en cuanto en ella reside el fundamento sobre el que puede crecer lo que es justo, sano, grande, verdaderamente humano. Lo ahistórico es semejante a una atmósfera protectora, únicamente dentro de la cual puede germinar la vida y, si esta atmósfera desapa rece, la vida se extingue. Es cierto: tan solo cuando el hombre pensando, analizando, comparando, separando, acercando, limita ese elemento no histórico; tan solo cuando, dentro de ese vaho envolvente, surge un rayo luminoso y resplandeciente, es decir, cuando es suficientemente fuerte para utilizar el pasado en beneficio de la vida y transformar los acontecimientos antiguos en historia presente, llega el hombre a ser hombre. Pero un exceso de historia aniquila al hombre y, sin ese halo de lo ahistórico, jamás hubiese comenzado ni se hubiese atrevido a comenzar. ¿Qué hechos hubiese sido capaz de realizar sin antes haber penetrado en esa bruma de lo ahistórico? Dejemos imágenes de lado y acudamos, para ilustración, a un ejemplo. Imaginemos a un hombre al que empuja y arrastra una ardiente pasión por una mujer o una gran idea. ¡Cómo cambia su mundo para él! Mirando hacia el pasado se siente como ciego; prestando el oído a su entorno percibe lo ajeno como un ruido sordo carente de sentido. Pero lo que ahora percibe, jamás lo percibió antes con esa viveza: tan palpablemente cercano, tan coloreado, tan resonante, tan iluminado como si lo percibiera con todos sus sentidos a la vez. Sus evaluaciones todas están para él cambiadas y privadas de valor; hay tantas cosas que ya no puede valorar porque él ya apenas las siente; se pregunta si no ha sido hasta entonces víctima de frases ajenas, de opiniones de otros, se admira de que su memoria gire incansablemente dentro de un círculo y se siente muy débil y agotado para dar un solo salto y salir de ese círculo. Es el estado más injusto del mundo, limitado, ingrato hacia el pasado, ciego a los peligros, sordo a las advertencias, un pequeño torbellino de vida en medio de un océano congelado de noche y olvido. Y, no obstante, ese estado -ahistórico, absolutamente anti-histórico- es no solo la matriz de una acción injusta, sino también, y sobre todo, de toda acción justa, y ningún artista realizará su obra, ningún general conseguirá la victoria, ningún pueblo alcanzará su libertad, sin antes haberlo anhelado y pretendido en un estado ahistórico como el descrito. Como el hombre de acción, en expresión de Goethe, actúa siempre sin conciencia, también actúa siempre sin conocimiento; olvida la mayor parte de las cosas para realizar solo una; es injusto hacia todo lo que le precede y no reconoce más que un derecho: el derecho de lo que ahora va a nacer. Así pues, el hombre de acción ama su obra infinitamente más de lo que esta merece ser amada, y las mejores acciones se realizan siempre en una exaltación de amor tal que, aunque su valor pueda ser incalculable en otros respectos, no son, en todo caso, dignas de ese amor.

Si alguien estuviera en condición de husmear, de respirar retrospectivamente, en un suficiente número de casos, esta atmósfera ahistórica, dentro de la cual se han originado todos los grandes acontecimientos históricos [geschichtliche], podría tal vez, en cuanto sujeto de conocimiento, elevarse a un punto de vista suprahistórico, tal como Niebuhr lo ha descrito, como posible resultado de la reflexión histórica. «Para una cosa, al menos -dice-, es útil la historia entendida claramente y en toda su extensión: para reconocer que los espíritus más potentes y más elevados del género humano ignoran de qué forma fortuita sus ojos han asumido la estructura particular que determina su visión y que ellos quisieran a la fuerza imponer a los demás; a la fuerza, porque la intensidad de su conciencia es excepcionalmente grande. Quien no haya captado esto, con gran precisión y en muchos casos, quedará subyugado por la imagen de un poderoso espíritu que da la más alta pasionalidad a una forma dada.» Podría designarse tal punto de vista suprahistórico en la medida en que quien lo adoptara, por el hecho de haber reconocido la esencial condición de todo acaecer, de toda acción, la ceguedad e injusticia en el alma del que actúa, no se sentiría seducido a vivir o participar en la historia, se sentiría curado de la tentación de tomar en el futuro la historia demasiado en serio: hubiera aprendido a encontrar en todas partes, en cada individuo, en cada acontecimiento, entre los griegos o entre los turcos, en un momento cualquiera del siglo I o del siglo XIX la respuesta al porqué y para qué de la existencia. Si alguien pregunta a sus amistades si quieren revivir los diez o veinte últimos años, encontrará fácilmente quiénes de ellos están predispuestos a este punto de vista suprahistórico: con seguridad, todos responderán ¡no!; pero ese ¡no! estará motivado por diferentes razones. Algunos, tal vez, se consolarán con un «pero los próximos veinte años serán mejores». Son aquellos de quienes David Hume dice con ironía:



And from the dregs of life hope to receive,
What the first sprightly running could not give.



Llamésmolos los hombres históricos. El espectáculo del pasado los empuja hacia el futuro, inflama su coraje para continuar en la vida, enciende su esperanza de que lo que es justo puede todavía venir, de que la felicidad los espera al otro lado de la montaña hacia donde encaminan sus pasos. Estos hombre históricos creen que el sentido de la existencia se desvelará en el curso de un proceso y, por eso, tan solo miran hacia atrás para, a la luz del camino recorrido, comprender el presente y desear más ardientemente el futuro. No tienen idea de hasta qué punto, a pesar de todos sus conocimientos históricos, de hecho piensan y actúan de manera no-histórica o de que su misma actividad como historiadores está al servicio, no del puro conocimiento, sino de la vida.

Pero esa pregunta, cuya respuesta hemos escuchado, se puede responder de modo distinto. Será también un «no», pero un «no» diferentemente motivado: el «no» del hombre suprahistórico que no ve la salvación en el proceso y para el cual, al contrario, el mundo está completo y toca su fin en cada momento particular. Pues, ¿qué podrían otros diez años enseñar que no hayan enseñado los diez anteriores?

Los hombres suprahistóricos no han podido jamás ponerse de acuerdo sobre si el sentido de esta teoría es la felicidad, la resignación, la virtud o la expiación, pero, frente a todos los modos históricos de considerar el pasado, llegan a la plena unanimidad respecto a la siguiente proposición: el pasado y el presente son una sola y la misma cosa, es decir, dentro de la variedad de sus manifestaciones, son típicamente iguales y, como tipos invariables y omnipresentes, constituyen una estructura fija de un valor inmutable, estable y de significado eternamente igual. Como los cientos de lenguas diferentes expresan siempre las mismas necesidades típicas y fijas del hombre, de suerte que el que comprendiese estas necesidades no tendría que aprender nada nuevo de todas esas lenguas, del mismo modo, el pensador suprahistórico ilumina desde el interior toda la historia de pueblos e individuos, adivinando con clarividencia el sentido originario de los diferentes jeroglíficos y evadiendo gradualmente, incluso con fatiga, la interminable corriente de nuevos signos. ¿Cómo, en efecto, ante la situación infinita de acontecimientos, no iba a llegarse a la saciedad, a la sobresaturación, incluso al hastío? Sin duda, al final, hasta el más osado de ellos estaría tal vez dispuesto a decir a su corazón con Giacomo Leopardi:



«Nada vive que sea digno
de tus impulsos, y la tierra no merece suspiro alguno.
Dolor y hastío es nuestra existencia, e inmundicia el mundo - nada más.
Sosiégate»



Pero dejemos a los hombres suprahistóricos con su sabiduría y su nausea: hoy queremos más bien gozar con todo el corazón de nuestra incultura y concedernos a nosotros mismos una jornada fácil haciendo el papel de hombres de acción y progresistas, adoradores del proceso. Tal vez nuestra valoración de lo histórico no es más que un prejuicio occidental. ¡No importa, con tal de que, al menos, sigamos dando pasos hacia el progreso y no quedemos estancados en el ámbito de estos prejuicios! ¡Con tal de que aprendamos siempre mejor a cultivar la historia para servir a la vida! Concedamos, pues, de buen grado a los hombres suprahistóricos que poseen más sabiduría que nosotros; siempre que estemos seguros de poseer más vida que ellos: pues nuestra ignorancia tendría en todo caso más futuro que su sabiduría. Y, para que no quede ninguna duda en cuanto al sentido de esta contraposición entre vida y sabiduría, recurriré a un procedimiento utilizado desde la Antigüedad y propondré, sin ningún tipo de rodeos, algunas tesis.

Un fenómeno histórico pura y completamente conocido, reducido a fenómeno cognoscitivo es, para el que así lo ha estudiado, algo muerto, porque a la vez ha reconocido allí la ilusión, la injusticia, la pasión ciega y, en general, todo el horizonte terrenamente oscurecido de ese fenómeno, y precisamente en ello su poder histórico [geschichtlich]. Este poder queda ahora, para aquel que lo ha conocido, sin fuerza, pero tal vez no queda sin fuerza para aquel que vive.

La historia concebida como ciencia pura, y aceptada como soberana, sería para la humanidad una especie de conclusión y ajuste de cuentas de la existencia. La cultura histórica es algo saludable y cargado de futuro tan solo al servicio de una nueva y potente corriente vital, de una civilización naciente, por ejemplo; es decir, solo cuando está dominada y dirigida por una fuerza superior, pero ella misma no es quien domina y dirige.

En la medida en que está al servicio de la vida, la historia sirve a un poder no histórico y, por esta razón, en esa posición subordinada, no podrá y no deberá jamás convertirse en una ciencia pura como, por ejemplo, las matemáticas. En cuanto a saber hasta qué punto la vida tiene necesidad de los servicios de la historia, esta es una de las preguntas y de las preocupaciones más graves concernientes a la salud de un individuo, de un pueblo, de una cultura. Cuando hay un predominio excesivo de la historia, la vida se desmorona y degenera y, en esta degeneración, arrastra también a la misma historia.

domingo, 5 de septiembre de 2010

México Violento; un caso de guerra sagrada en imágenes.





Hace unos días se suscitó un fuerte debate en México y E.U.A. sobre un cartón elaborado por Darly Cagle. La caricatura muestra a la bandera nacional mancillada por una ráfaga de balas, dando muerte al águila que cae en un charco de sangre. Lo violento del dibujo de inmediato fue tomado como una ofensa por parte de las autoridades mexicanas que, a través de su embajada en la Unión Americana, expresaron su molestia al portal informativo que publicó la imagen y su autor. La polémica comenzó en la red, en el propio blog del caricaturista, cuando algunos mexicanos no sólo no se mostraron molestos por la representación sino que la justificaron como un retrato fiel de nuestro actual estado de violencia. En respuesta, muchos connacionales increparon la actitud bajo cierto ánimo nacionalista aludiendo, además, a la poca autoridad del gringo para “criticar” nuestra realidad y meterse con nuestro lábaro patrio. En efecto, existe un evidente atentado contra algo que nos es muy propio pero me parece que no se sabe muy bien qué.

Debajo de los modelos representacionales que construyen íconos operan siempre resistencias ideologías que lo soportan. Un gran teórico de las imágenes simbólicas es el historiador del arte E.H. Gombrich. Él trabaja con detenimiento sobre la problemática entre las convenciones ópticas de la tradición y la construcción de imágenes ante su resonancia representacional en copias, alegorías, símbolos y alusiones. Es decir, que existen convenciones iconográficas que aparecen ante los espectadores como tópicos que deben ser reproducidos para reinterpretarlos bajo nuevos esquemas o nuevas posturas estético-epistemológicas del lenguaje. En este caso, lo que tenemos en frente es la puesta en marcha de la interpretación de un tópico bajo un esquema escópico diferente. Se trata de un símbolo patrio que ha sido adoptado como ritual en nuestra comunidad y que ha sido interpretado en una caricatura. Quienes se ofenden por este retrato no asimilan las diferencias del lenguaje que necesariamente sirven para clasificar los efectos de la representación. Lo que hay acá es una caricatura mimetizando a la bandera para actualizar, como lo hace la nota periodística con el hecho histórico, el lenguaje que lo circunda, su contexto y su recepción. Aquí no se ha atentado contra el símbolo en sí mismo sino que se ha desplazado la mirada que posibilita su función ritual hacia otro lado. Ese otro lado es polémico pero verosímil: el estado de guerra en México.

Cabe poner de relieve que no es, ni remotamente, la primera vez que se lleva a cabo la activación de la crítica mediante un símbolo patrio. De hecho, la historia del arte en nuestro país podría contarse mediante este tipo de estrategias narrativas: del ritual al sarcasmo, de la emotividad profunda a la ironía nihilista, de la iconografía formal analítica a la crítica ideológica de la imagen.

Quizá la más controvertida de las instancias sea la de Diego Rivera. Son conocidos los pasajes polémicos de su carrera como crítico político mediante su arte. Un caso poco abordado desde la óptica de la burla al estado sea el que se ha considerado, por detractores y simpatizantes, como su muro más patriotero: Epopeya del pueblo mexicano. Realizado desde 1929, en el maximato, y concluido hasta 1935, con su cuate Cárdenas en el poder, en el cubo de las escaleras del mismo Palacio Nacional.


Epopeya del pueblo mexicano se abre a los visitantes del Palacio Nacional como un gigantesco tríptico. Esto se debe a la forma del cubo y las directrices que apuntan su apreciación. Tanto México Prehispánico como México de hoy y mañana se enfrentan, cara a cara, en cada extremo de la escalera. Al centro, como una colisión de sentidos contrapuestos, Rivera retrata la historia de México desde la Conquista hasta 1930. Aquí vale la pena apuntar la trascendencia de la iconografía recogida a través de las décadas como ilustración en textos de historia para educación básica, impartida por el Estado.

Sin embargo, la mirada de los vuelcos del tiempo sobre este panel lo que menos deja al espectador es un mensaje didáctico que sea capaz de ilustrar los procesos de la historia. Al contrario, el recurso de aglomerar personajes y superponer cuerpos uno encima de otro, saturando los espacios de acción, transmite el caos, la violencia.

Ante el abigarramiento que asfixia el espacio mural, una idea de temporalidad revienta, se truena, y es precisamente la que puede dar cuentas del progreso históricoIr por figura para reconocer a “los héroes patrios” es un ejercicio que ocasiona mareo. Esto se debe a que el esfuerzo por hallar el origen de la narración es infructuoso. Se puede ejercitar un anclaje al centro, en el supuesto escudo nacional, pero ahí de inmediato se colisionan las expectativas de sentido.


Esto se debe, claro, al modelo visual hiperbólico pero además al abierto atentado contra la forma del símbolo patrio. No se trata sino de una versión que cambia la serpiente por un ícono ritual distinto: Atl- Tlachinolli. Este dibujo simboliza, según especialistas, la guerra sagrada. Rivera lo sabía pues su amigo el propio Alfonso Caso debatía el significado de este ícono en códices en la misma época en que se pinta el mural en Palacio Nacional. La incursión de este elemento trae consigo el desmantelamiento de la lectura patriotera de la obra pues, en efecto, el águila dorada no devora nada solo toma con su pico en un gesto no de ferocidad sino de meticulosidad la señal de la guerra antigua. Desde ahí observar el muro distorsiona su apreciación. Los eventos históricos retratados son enmarcados por violencia, las masas anónimas son aniquiladas en guerras sangrientas y los rostros de los héroes son reducidos a dimensiones proporcionales a las de cualquier obrero, campesino o esclavo. Aquí no hay oda a la nación. Hay un retrato de la violencia que nos da una identidad fracturada y caótica. El supuesto símbolo patrio se burla y presagia el terror de un futuro, en el panel de la derecha que habla sobre el México del mañana, torturado por las crisis políticas y sindicales.

Pero quizá lo más irónico es que la lectura nacionalista del fresco ha imperado siempre al grado de volverse ícono de la historia oficial y, últimamente, marco escópico del Bicentenario. En días recientes el presidente Calderon pronunció en una cápsula informativa sus avances en salud pública (http://www.presidencia.gob.mx/?DNA=85&Contenido=59597). Según lo dicho en 3 minutos, eligió hacerlo desde la vista al mural de Rivera por la conmemoración del Bicentenario.

Resulta un buen retrato de su régimen que el fondo de su discurso sobre el bienestar del pueblo mexicano se haya hecho desde un mural que narra la violencia de la guerra y el desmantelamiento de la historia de los grandes héroes. Este sí que es un atentado disfrazado extraordinariamente por la retórica de un gran crítico político posrevolucionario. Aquí al igual que en la caricatura del gringo, hay sarcasmo y crítica. Lo que las diferencia es que, mientras una es grotesca y un poco oportunista, la del buen Diego es sutil y subversiva aunque ambas exactamente verosímiles. ¿O no?

vargasparra@gmail.com

martes, 31 de agosto de 2010

Manifiesto por un arte revolucionario independiente. Trotsky-Breton-Rivera


Puede afirmarse sin exageración, que nunca como hoy nuestra civilización ha estado amenazada por tantos peligros. Los vándalos, usando sus medios bárbaros, es decir, extremadamente precarios, destruyeron la antigua civilización en un sector de Europa. En la actualidad, toda la civilización mundial, en la unidad de su destino histórico, es la que se tambalea bajo la amenaza de fuerzas reaccionarias armadas con toda la técnica moderna. No aludimos tan sólo a la guerra que se avecina. Ya hoy, en tiempos de paz, la situación de la ciencia y el arte se ha vuelto intolerable. En aquello que de individual conserva en su génesis, en las cualidades subjetivas que pone en acción para revelar un hecho que signifique un enriquecimiento objetivo, un descubrimiento filosófico, sociológico, científico o artístico, aparece como un fruto de un azar precioso, es decir, como una manifestación más o menos espontánea de la necesidad. No hay que pasar por alto semejante aporte, ya sea desde el punto de vista del conocimiento general (que tiende a que se amplíe la interpretación del mundo), o bien desde el punto de vista revolucionario (que exige para llegar a la transformación del mundo tener una idea exacta de las leyes que rigen su movimiento). En particular, no es posible desentenderse de las condiciones mentales en que este enriquecimiento se manifiesta, no es posible cesar la vigilancia para que el respeto de las leyes específicas que rigen la creación intelectual sea garantizado. No obstante, el mundo actual nos ha obligado a constatar la violación cada vez más generalizada de estas leyes, violación a la que corresponde, necesariamente, un envilecimiento cada vez más notorio, no sólo de la obra de arte, sino también de la personalidad “artística”. El fascismo hitleriano, después de haber eliminado en Alemania a todos los artistas en quienes se expresaba en alguna medida el amor de la libertad, aunque esta fuese sólo una libertad formal, obligó a cuantos aún podían sostener la pluma o el pincel a convertirse en lacayos del régimen y a celebrarlo según órdenes y dentro de los límites exteriores del peor convencionalismo. Dejando de lado la publicidad, lo mismo ha ocurrido en la URSS durante el periodo de furiosa reacción que hoy llega a su apogeo. Ni que decir tiene que no nos solidarizamos ni un instante, cualquiera que sea su éxito actual, con la consigna: “Ni fascismo ni comunismo” consigna que corresponde a la naturaleza del filisteo conservador y asustado que se aferra a los vestigios del pasado “democrático”. El verdadero arte, es decir aquel que no se satisface con las variaciones sobre modelos establecidos, sino que se esfuerza por expresar las necesidades íntimas del hombre y de la humanidad actuales, no puede dejar de ser revolucionario, es decir, no puede sino aspirar a una reconstrucción completa y radical de la sociedad, aunque sólo sea para liberar la creación intelectual de las cadenas que la atan y permitir a la humanidad entera elevarse a las alturas que sólo genios solitarios habían alcanzado en el pasado. Al mismo tiempo, reconocemos que únicamente una revolución social puede abrir el camino a una nueva cultura. Pues si rechazamos toda la solidaridad con la casta actualmente dirigente en la URSS es, precisamente, porque a nuestro juicio no representa el comunismo, sino su más pérfido y peligroso enemigo. Bajo la influencia del régimen totalitario de la URSS, y a través de los organismos llamados organismos “culturales” que dominan en otros países, se ha difundido en el mundo entero un profundo crepúsculo hostil a la eclosión de cualquier especie de valor espiritual. Crepúsculo de fango y sangre en el que, disfrazados de artistas e intelectuales, participan hombres que hicieron del servilismo su móvil, del abandono de sus principios un juego perverso, del falso testimonio venal un hábito y de la apología del crimen un placer. El arte oficial de la época estalinista refleja, con crudeza sin ejemplo en la historia, sus esfuerzos irrisorios por disimular y enmascarar su verdadera función mercenaria. La sorda reprobación que suscita en el mundo artístico esta negación desvergonzada de los principios a que el arte ha obedecido siempre y que incluso los Estados fundados en la esclavitud no se atrevieron a negar de modo tan absoluto, debe dar lugar a una condenación implacable. La oposición artística constituye hoy una de las fuerzas que pueden contribuir de manera útil al desprestigio y a la ruina de los regímenes bajo los cuales se hunde, al mismo tiempo que el derecho de la clase explotada a aspirar a un mundo mejor, todo sentimiento de grandeza e incluso de dignidad humana. La revolución comunista no teme al arte. Sabe que al final de la investigación a que puede ser sometida la formación de la vocación artística en la sociedad capitalista que se derrumba, la determinación de tal vocación sólo puede aparecer como resultado de una connivencia entre el hombre y cierto número de formas sociales que le son adversas. Esta coyuntura, en el grado de conciencia que de ella pueda adquirir, hace del artista su aliado predispuesto. El mecanismo de sublimación que actúa en tal caso, y que el sicoanálisis ha puesto de manifiesto, tiene como objeto restablecer el equilibrio roto entre el “yo” coherente y sus elementos reprimidos. Este restablecimiento se efectúa en provecho del “ideal de sí”, que alza contra la realidad, insoportable, las potencias del mundo interior, del sí, comunes a todos los hombres y permanentemente en proceso de expansión en el devenir. La necesidad de expansión del espíritu no tiene más que seguir su curso natural para ser llevada a fundirse y fortalecer en esta necesidad primordial: la exigencia de emancipación del hombre. En consecuencia, el arte no puede someterse sin decaer a ninguna directiva externa y llenar dócilmente los marcos que algunos creen poder imponerle con fines pragmáticos extremadamente cortos. Vale más confiar en el don de prefiguración que constituye el patrimonio de todo artista auténtico, que implica un comienzo de superación (virtual) de las más graves contradicciones de su época y orienta el pensamiento de sus contemporáneos hacia la urgencia de la instauración de un orden nuevo.La idea que del escritor tenía el joven Marx exige en nuestros días ser reafirmada vigorosamente. Está claro que esta idea debe ser extendida, en el plano artístico y científico, a las diversas categorías de artistas e investigadores. “El escritor – decía Marx – debe naturalmente ganar dinero para poder vivir y escribir, pero en ningún caso debe vivir para ganar dinero... El escritor no considera en manera alguna sus trabajos como un medio. Son fines en sí; son tan escasamente medios en sí para él y para los demás, que en caso necesario sacrifica su propia existencia a la existencia de aquéllos... La primera condición de la libertad de la prensa estriba en que no es un oficio.” Nunca será más oportuno blandir esta declaración contra quienes pretenden someter la actividad intelectual a fines exteriores a ella misma y, despreciando todas las determinaciones históricas que le son propias, regir, en función de presuntas razones de Estado, los temas del arte. La libre elección de esos temas y la ausencia absoluta de restricción en lo que respecta a su campo de exploración, constituyen para el artista un bien que tiene derecho a reivindicar como inalienable. En materia de creación artística, importa esencialmente que la imaginación escape a toda coacción, que no permita con ningún pretexto que se le impongan sendas. A quienes nos inciten a consentir, ya sea para hoy, ya sea para mañana, que el arte se someta a una disciplina que consideramos incompatible radicalmente con sus medios, les oponemos una negativa sin apelación y nuestra voluntad deliberada de mantener la fórmula: toda libertad en el arte. Reconocemos, naturalmente, al Estado revolucionario el derecho de defenderse de la reacción burguesa, incluso cuando se cubre con el manto de la ciencia o del arte. Pero entre esas medidas impuestas y transitorias de autodefensa revolucionaria y la pretensión de ejercer una dirección sobre la creación intelectual de la sociedad, media un abismo. Si para desarrollar las fuerzas productivas materiales, la revolución tiene que erigir un régimen socialista de plan centralizado, en lo que respecta a la creación intelectual debe desde el mismo comienzo establecer y garantizar un régimen anarquista de libertad individual. ¡Ninguna autoridad, ninguna coacción, ni el menor rastro de mando! Las diversas asociaciones de hombres de ciencia y los grupos colectivos de artistas se dedicarán a resolver tareas que nunca habrán sido tan grandiosas, pueden surgir y desplegar un trabajo fecundo fundado únicamente en una libre amistad creadora, sin la menor coacción exterior. De cuanto se ha dicho, se deduce claramente que al defender la libertad de la creación, no pretendemos en manera alguna justificar la indiferencia política y que está lejos de nuestro ánimo querer resucitar un pretendido arte “puro” que ordinariamente está al servicio de los más impuros fines de la reacción. No; tenemos una idea muy elevada de la función del arte para rehusarle una influencia sobre el destino de la sociedad. Consideramos que la suprema tarea del arte en nuestra época es participar consciente y activamente en la preparación de la revolución. Sin embargo, el artista sólo puede servir a la lucha emancipadora cuando está penetrado de su contenido social e individual, cuando ha asimilado el sentido y el drama en sus nervios, cuando busca encarnar artísticamente su mundo interior. En el periodo actual, caracterizado por la agonía del capitalismo, tanto democrático como fascista, el artista, aunque no tenga necesidad de dar a su disidencia social una forma manifiesta, se ve amenazado con la privación del derecho de vivirla y continuar su obra, a causa del acceso imposible de ésta a los medios de difusión. Es natural, entonces, que se vuelva hacia las organizaciones estalinistas, que le ofrecen la posibilidad de escapar a su aislamiento. Pero su renuncia a cuanto puede constituir su propio mensaje y las complacencias terriblemente degradantes que esas organizaciones exigen de él, a cambio de ciertas ventajas materiales, le prohíben permanecer en ellas, por poco que la desmoralización se manifieste impotente para destruir su carácter. Es necesario, a partir de este instante, que comprenda que su lugar está en otra parte, no entre quienes traicionan la causa de la revolución al mismo tiempo, necesaria-mente, que la causa del hombre, sino entre quienes demuestran su fidelidad inquebrantable a los principios de esa revolución, entre quienes, por ese hecho, siguen siendo los únicos capaces de ayudarla a consumarse y garantizar por ella la libre expresión de todas las formas del genio humano. La finalidad de este manifiesto es hallar un terreno en el que reunirá los mantenedores revolucionarios del arte, para servir la revolución con los métodos del arte y defender la libertad del arte contra los usurpadores de la revolución. Estamos profundamente convencidos de que el encuentro en ese terreno es posible para los representantes de tendencias estéticas, filosóficas y políticas, aun un tanto divergentes. Los marxistas pueden marchar ahí de la mano con los anarquistas, a condición de que unos y otros rompan implacablemente con el espíritu policiaco reaccionario, esté representado por José Stalin o por su vasallo García Oliver(1). Miles y miles de artistas y pensadores aislados, cuyas voces son ahogadas por el odioso tumulto de los falsificadores regimentados, están actualmente dispersos por el mundo. Numerosas revistas locales intentan agrupar en torno suyo a fuerzas jóvenes, que buscan nuevos caminos y no subsidios. Toda tendencia progresiva en arte es acusada por el fascismo de degeneración. Toda creación libre es declarada fascista por los estalinistas. El arte revolucionario independiente debe unirse para luchar contra las persecuciones reaccionarias y proclamar altamente su derecho a la existencia. Un agrupamiento de estas características es el fin de la Federación internacional del Arte Revolucionario independiente (FIARI), cuya creación juzgamos necesaria. No tenemos intención alguna de imponer todas las ideas contenidas en este llamamiento, que consideramos un primer paso en el nuevo camino. A todos los representantes del arte, a todos sus amigos y defensores que no pueden dejar de comprender la necesidad del presente llamamiento, les pedimos que alcen la voz inmediatamente. Dirigimos el mismo llama-miento a todas las publicaciones independientes de izquierda que estén dispuestas a tomar parte en la creación de la Federación internacional y en el examen de las tareas y de los métodos de acción. Cuando se haya establecido el primer contacto internacional por la prensa y la correspondencia, procederemos a la organización de modestos congresos locales y nacionales. En la etapa siguiente deberá reunirse un congreso mundial que consagrará oficialmente la fundación de la Federación internacional. He aquí lo que queremos:

La independencia del arte – por la revolución; La revolución – por la liberación definitiva del arte.

André Breton, Diego Rivera (2)

México, 25 de julio de 1938

Notas

(1) García Oliver, anarquista español, perteneció al grupo de acción española, contribuyó a organizar las milicias obreras catalanas y de Durruti y militó en la CNT y en la FAI. Durante la guerra civil adoptó la política del Frente Popular, aceptando el Ministerio de Justicia en el gabinete de Largo Caballero.

(2) Se dice que aunque publicado con estas dos firmas, el manifiesto fue redactado de hecho por León Trotski y André Breton. Y se argumenta cuestionablemente que por razones tácticas, Trotski pidió que la firma de Diego Rivera sustituyese a la suya, lo cual no tiene justificación documental alguna. En todas las versiones del archivo personal de Diego Rivera aparece firmado así y no por Trotsky, lo que no implica que el ruso no contribuyera a su redacción ni que Rivera no fuera un partícipe activo del manifiesto.

miércoles, 25 de agosto de 2010

No tiemblo a ningún caballo...

sábado, 21 de agosto de 2010

El Héroe trágico y la Casa Azul. Trotsky y Rivera; a setenta años de sus embistes.






A 70 años de la muerte de Trotsky, vale la pena pensar hoy al personaje incómodo, al invitado indeseado y al amigo-enemigo del polémico Diego Rivera.

La historia de Trotsky en México es impensable sin la intervención de Diego Rivera. Fue el muralista quien intercedió por su asilo ante el gobierno de Lázaro Cárdenas. En efecto, nuestro país era ya el territorio que ofrecía a los exiliados del mundo su hospitalidad, labor que debe reconocérsele a Narciso Bassols. Mas darle posada al enemigo número uno del régimen no era precisamente una decisión semejante a la que se tomó con los republicanos españoles. Sin la amistad de Rivera, con personajes de peso en el México cardenista, nunca hubiera llegado el ruso aquí. Esto no quiere decir que Rivera hubiera actuado sólo de buena fe y que no hubiera obtenido beneficio alguno. Desde su estancia en Estado Unidos, de 1931 a 1933, Rivera se había visto envuelto en una cadena de polémicas que mermaron su figura tanto con los empresarios gringos como con el Partido Comunista Mexicano. Es conocido el incidente que tuvo el pintor con los Rockefeller por su obra en el RCA. Pintar el rostro de Lenin a la mitad del hall del edificio emblemático de las comunicaciones en el gabacho fue el costo de la destrucción del mural. Además, la propaganda trostkista que desató el pintor por cada lugar que visitó en la Unión Americana, de inmediato fue el precedente de una actitud sospechosa. A su regreso a México, en 1934, a invitación del propio Cárdenas, Rivera y Orozco realizan obras en el Palacio de Bellas Artes. Muros que Rivera aprovecha para repintar el mural destruido en el RCA pero con un mayor énfasis en las proporciones de Lenin y el desfile soviético de obreros que cantan a coro el himno de la Internacional. El retrato de Trotsky con una leyenda alusiva a la construcción de la Cuarta domina la composición y sirve de oposición dialéctica de los vicios y abusos del régimen facista y la vida gringa.


El Partido Comunista Mexicano, mucho más cercano a la postura oficial estalinista, miro esto como una tentativa de subversión propagandística. Situación administrada por Rivera para posicionar su simpatía con los grupos bolcheviques en México y el mundo. Hecho que colocó al muralista como el agente de una izquierda diferente, abierta, inconforme y, en un sentido distinto al adquirido por la acepción institucional, revolucionaria. Gesto éste definitivo para que el pintor fungiera como un anfitrión ideal en 1937 del incómodo líder. La misma Kahlo fue quien acudió a su recepción en el puerto de Tampico acompañando su arribo a la Ciudad de México. Trotsky y su mujer, Natalia, habitaron en su casa en Coyoacán, convivieron con los Rivera hasta que las diferencias hicieron imposible la relación. Es cuestión de imaginar a ese par de egos luchando por la razón en cada debate. Rivera era un tipo de sentencias lapidarias, cuyas consecuencias no estaban a negociación. A menudo sus amigos dan cuenta de las formas en que el pintor concebía el materialismo histórico. Cuentan cómo se volcaba sobre las tesis marxistas, moldeándolas conforme a su discurso lo llevara. La lectura del pintor nunca fue paciente, no tenía tiempo pues dedicaba largas jornadas arriba de los andamios, a pesar de que su ejemplar de El Capital se encuentra totalmente revisado en sus anotaciones. Rivera iba y venía de las escenas de trabajadores y la industria a los campos y la vida cotidiana en México. Él era un convencido de la utilización de los medios del Estado para sedimentar la doctrina del comunismo y aprovechar los muros que el estado le cedía para la conciencia social. Aquí Rivera no toleraba comentarios críticos. Su amigo David Alfaro Siqueiros y otros miembros del PCM atacaron con rabia esta actitud “oportunista”. Trotsky debió lidiar con esto y con las fantasías del pintor sobre la construcción del mundo socialista semejante al mundo comunista prehispánico. Esto da muestras de una diferencia clara: la idea de revolución. Mientras en el soviético dictaba el concepto como una figura de proyecto inacabado, permanente, en el mexicano la idea era un paso a un estado de cosas, el arribo a un sistema que finalmente terminaría por sedimentar un modo de vida similar al antiguo. A la llegada del surrealista André Bretón a México, también impulsado por Rivera, se reunieron en Coyoacán. Los tres redactaron un texto valioso para dar cuentas de la libertad del artista planeando un frente intelectual relevante en las funciones de la Cuarta Internacional. Es cierto, había más coincidencias en las posturas de Trotsky y Rivera que diferencias. Pero esas contradicciones, por leves que fueran, terminaron por romper los lazos.


Ante esto, además, se ha vuelto tradicional el mito sobre el amorío de Frida con el dirigente rojo. Se piensa que el maestro Rivera ardió en celos cuando se percató de la atracción entre su esposa y Trotsky. A raíz de varias sospechas del pintor y del declarado cariño en la amistad de Frida y el huésped, Rivera echó al coqueto ruso de su morada. Trotsky y Natalia se fueron a vivir a unas calles en el domicilio de Viena, donde ahora se localiza su museo. Ahí pasó el resto de sus días, amargado y con un mar de conflictos por todas partes. Sin el respaldo del pintor, quien aprovechó el rompimiento para deslindarse del grupo entero de la oposición, y la persecución de agentes del PCM mexicano Trotsky contó con pocos aliados. Incluso Siqueiros intentó matarlo propinándole 400 tiros a su lecho sin dar en el blanco. Hecho que recrudeció más la relación con los Rivera pues en un arranque, Trotsky acusó ante las autoridades a “un pintor afamado” derivando la investigación hacia una cateo a casa de Rivera.


Así, Rivera y Trotsky dieron por terminada su amistad. Final que repercutió para ambos de manera negativa. En el ruso lo dejó solo, sin un gran aliado que hubiera logrado prevenirlo de mejor manera sobre los atentados, el del loco Siqueiros y el efectivo del demente español. Rivera era un personaje de calibre a quien era difícil acercarse sin provocar una reacción a altos niveles publicitarios y gubernamentales. Echando a Trotsky a su suerte, Rivera perdió lo que le quedaba de valor como trofeo ideológico. El pintor perdió la costosa credibilidad ante la izquierda más abierta e internacional que había ganado con el asilo del héroe trágico leninista. Fue ése su final como tejedor de tramas verosímiles y cómo abanderado de un movimiento internacional. Lo que le siguió políticamente fue la sentencia, a veces injusta, de ser un oportunista que intentó hasta el último día ser readmitido al PCM y a la misma Unión Soviética de su enemigo Stalin. A diferencia de su extraordinaria obra que sí atestigua un creciente genio y inquieto espíritu revolucionario.

vargasparra@gmail.com

lunes, 16 de agosto de 2010

La obscenidad del Noúmeno. Una lectura de La vida sexual de Kant




Crítica de la Sexualidad Pura

Tal vez a ningún lector de la Crítica de la razón Pura se le ha ocurrido pensar que entre líneas, al paso de la obra y en total concordancia con el rigor filosófico del texto, se encuentre la figura de un célibe alemán. Es decir, ¿Habremos en algún momento imaginado a Kant conteniendo el sudor y guardando su saliva precisamente como muestra de un renovado espíritu que propugna la Nueva Ética Sexual? Parece una injuria cometer tan grave falta frente a la inmaculada imagen de uno de los más grandes filósofos de la modernidad. Es más, para el plano más ortodoxo de la filosofía occidental, quien osa voltear la mirada rumbo a la intimidad del pueblerino königsberguense en vez de admirar la magnificencia de su sistema debe pagar caro tal atrevimiento. ¿O no siempre que hablamos de filosofía pensamos en los grandes clásicos como hombres completamente teóricos, asépticos, incrustados de fijo en su silla como inspirados por un impulso intelectual frenético que los encausa por entero hacia el camino de las letras? Hombres o mujeres que no duermen, no sueñan, no comen, no pasean por los barrios y ni siquiera parecen hijos, hermanos o padres de familia. ¿Y qué decir de su vida sexual? ¿A caso nos interesa? Pues para cierto tipo de intelectuales este aspecto les parece fundamental para entender la filosofía en un sentido más profundo. En Francia un filósofo llamado Jean-Baptiste Botul pago con un gran costo plantearse esta interrogante sobre cómo fue la vida sexual de Kant. Botul abrió una vía vedada para los estudios académicos al invertir la lectura clásica del kantismo buscando concordancia no entre el contexto filosófico del autor y su obra sino entre el modo de vivir de Immanuel Kant y sus escritos. Estudiando los hábitos del filósofo construyó una retórica, que según él debía no sólo dictar una epistemología, debía develar una ética pensada incluso como normativa de las conductas sexuales. Entendiendo la filosofía como una actitud frente a la practica diaria, Botul halló en el kantismo la clave para entender el rol del intelectual en la sociedad y de ahí, el paradigma de aquellos individuos destinados a la realización de los más altos criterios morales.

La propuesta parece condenada a un morbo estéril cuyo único fin es la disparatada idea de poner en evidencia la supuesta virginidad perenne de Kant. Sin embargo, pese a lo mal que fue recibido el estudio de Botul en las universidades, en sus palabras se encuentra una revisión muy original del sistema kantiano de la mano de un comprometido y serio estudio exegético del autor. Así, buscando en la intimidad de Kant, Botul se acerca a la problemática planteada por la hermenéutica contemporánea: ¿Influyen los aspectos contextuales del autor, en el sentido de los hábitos más escondidos como las prácticas sexuales, en la interpretación de los textos filosóficos? Esta pregunta, más que ociosa, resulta un parte aguas para los historiadores de la filosofía. Si Botul, acertó con su hipótesis entonces existe la posibilidad de leer en cada gran obra de la filosofía la figura sexuada de su autor. Es más, lo que en verdad sostendría Botul es que detrás de estas éticas normativas se encuentra una manera preescriptiva de la vida sexual en sociedad. No debe sorprender el calibre del proyecto, si Botul toma valor en la década de los 40 para publicar sus teorías es porque el tema de las practicas sexuales se venía tornando común en las discusiones intelectuales. Las políticas sexuales, que tanto el socialismo, como el nacionalismo e incluso (como después lo probara Michel Foucault en su Historia de la sexualidad) el capitalismo venía empujando, terminan con una revolución de conciencias frente al sexo. Sin duda, en buena parte, despertadas por los tratados de Freud, en principios de siglo, y la conformación científica de la sexología durante la década de los 10. Ya Nietzsche, años atrás, sospechaba frente a una probable lectura de la historia tomando justo como paradigma al sexo. Por esto Botul lucha por hacer escuchar su voz pues, según pensó, dio con la médula de la personalidad célibe de Kant y de todo kantiano que persigue su ética, su imperativo categórico.

Con dificultad Botul se hacía escuchar en Europa. Como filósofo dedicado por completo a la oralidad, recorre ciudades dictando conferencias y formando grupos de discusión. En silencio, llega a América visitando Argentina, EUA, México (donde se especula sobre su entrevista con Zapata y Villa) y Paraguay. En este último país encuentra el espacio que había esperado toda una vida. En 1945, una sociedad de alemanes, en su mayoría provenientes de Königsber (ciudad natal de Kant), invita a Botul a dictar una serie de conferencias en el seno de una comunidad de exiliados ciertamente neokantianos que, muchos de ellos llevados por una admiración delirante, gustaban de imitar los conocidos hábitos de Kant (despertar temprano, ir a clase, leer periodico, tomar una copa después de comer, y la clásica caminata de las 5 por los alrededores del reloj del pueblo). Parecía no haber mejor escenario para divulgar su estudio sobre la vida sexual de Kant. Y Botul pronuncia ocho platicas destinadas a probar que letra por letra, en las críticas del estudio trascendental, habita un deseo, un fantasma de la libido kantiana.

Como dije antes, Botul era un filósofo del habla. Lo único escrito que dejó fue su correspondencia. Todo lo discutía en la mesa, en el dialogo con los otros, charlando, en el “arte de la disputa”. Resulta una pena que un filósofo como él se vea perdido en el olvido pero, en gran medida, esto es consecuencia de lo fugaz de sus palabras. De lo poco trascrito de sus ponencias contamos con la enorme fortuna de que la Dra. Dulce Ma. Granja haya traducido esta obra y se conserve en la colección pequeños grandes ensayos de la UNAM, edición a la cual hago todas la referencias.

¿Cómo leer entonces al Kant sexual de Botul?

Con mucha astucia y a veces hasta con gracia Botul juega con la jerga filosófica de las críticas. La pregunta sobre la cual gira toda su interpretación del kantismo es: ¿Por qué Kant nunca se casó y tuvo una familia? La intriga se ve enmarañada por la evidencia biográfica pues Kant efectivamente opta por el celibato y rehúsa incluso las desinhibidas propuestas de damas de la alta sociedad para contraer matrimonio. Únicamente acompañado por su sirviente, Kant vivía su rutina. Despertaba a las cinco de la mañana, desayunaba, fumaba pipa y preparaba su clase hasta las 12:45. Comía a la una y se iba a dar su clase, a las cinco caminaba de regreso por el mismo sitio, leía el periódico y meditaba hasta las 10 cuando se arropaba hasta el cuello metido en su cama y se dormía. Si era necesario, se levantaba durante la noche al baño sirviéndose de un cordel que lo guiaba en la oscuridad de ida y vuelta. Su vida se reducía a esto. Jamás abandono Köninsberg, ni siquiera por un pequeño viaje. Madrugar, estudiar, comer, caminar, dar clases, escribir, meditar, dormir y orinar ¿qué tiene esto de relevante según Botul para interpretar su complejo sistema?


Como se ve, la intimidad de Kant es tan monótona como la de un reloj; de hecho, se dice que los ciudadanos sincronizaban sus relojes con el paseo de las cinco de Kant pues nunca fallaba. El punto es que Botul teje la trama para revelar que el impulso ascético de la vida de Kant proviene de sus propios textos. Es decir, pensemos en un filósofo casado, con hijos ¿Cómo desarrolla un sistema? Según Botul, el mismo Hegel al casarse resto lucidez a sus obras pues en su correspondencia acepta haber escrito su Ciencia de la lógica demasiado aprisa por apuros económicos. Luego expone el caso de Marx, que con siete hijos a su alrededor nunca pudo tener un ingreso lo suficientemente cómodo como para dedicarse lo necesario a su obra. Lo que existe al fondo de estos ejemplos es que el matrimonio y los hijos merman el trabajo filosófico al grado de volverlo torpe. En Kant, por el contrario, tenemos un hombre volcado a su filosofía, conservando, en palabras de Botul, su sexualidad para su plan trascendental. En efecto, sirviéndose de la antropología kantiana, Botul cita pasajes que muestran a un Kant poco abordado teóricamente, un Kant barroco diría yo. Dice Botul armando esta figura:

Uno tiene que guardar sus líquidos, uno tiene que contenerse. Toda gota de nuestros preciosos humores es una parte de nuestra fuerza vital, todo escurrimiento es desperdicio de energía. El kantismo es esta utopía de la carne: vivir en circuito cerrado, limitar nuestros intercambios a lo mínimo indispensable[1]

Kant no quiere sudar. Cuentan sus biógrafos que al caminar se detenía en la sombra para no agotarse y humedecerse al calor. Kant guardaba su saliva, se prevenía de la irritación de garganta que causaba la tos. En fin, Kant no desperdiciaba sus fluidos por ello la abstinencia sexual. El semen representaba, en la visión platónico-humoral desarrollada por algunos pensadores, una vía de flujo vertical entre los órganos del cuerpo( el corazón, la columna vertebral y el cerebro), cosa que para Kant era obvia, según Botul, al tratar en sus textos sobre educación el problema sobre la masturbación.


Hasta aquí se entiende por qué Kant se conservaba. Siguiendo a Botul, el köninsberguense mantenía su fuerza vital intacta para desplegarla en su obra. En palabras del filósofo francés Kant desbordó sus energías sexuales en su obra filosófica. A través de ella buscó seducir a la vida y concebir con ella la más grande estirpe. En el imaginario de Jean Baptiste Botul, Kant copuló mediante la filosofía con su magna obsesión: La cosa en sí. Visto con una retórica que ancla con la epistemología de la Crítica de la Razón Pura, Botul desarrolla un lenguaje erótico que, cual poema, dice de un oculto deseo de Kant por lo obsceno. El fetichismo kantiano juega, pues, a desnudar a la cosa en sí sin hacerlo. Como buen vouyeur el kantiano deja los velos anudados en derredor de su objeto de deseo, mantiene el placer atado a la imposibilidad de verlo todo con la escisión entre lo que se percibe (el fenómeno) y lo que esta más allá de lo cognoscible (el noúmeno).

Así, el rutinario filósofo prusiano mientras medita y se abstiene de intercambiar sus fluidos vive como escritor un tórrido amorío con su noúmeno, lo busca y lo rechaza, lo devela y lo oculta, procrea la especia reflexiva que seguirá sus pasos por la filosofía. A los ojos de Botul, el kantismo predica una ética de la conservación al evitar el derroche de todo lo que al hombre le es esencial. Se trata de una conducta racional que administra una libido idealizada para su uso donde más se requiere, no en la reproducción de la especie, sino en la producción del estudio trascendental. Hablar, entonces, en estos términos nos lleva a concluir que en la lectura que Botul hace de la filosofía kantiana se nota un motivo propio, una intencionalidad oculta del francés por hallar una clave para descifrar la dicotomía fenómeno-noúmeno. Sin duda es Botul quién, el leer ciertos pasajes de Kant y su vida, tiene esta original revelación sobre la cosa en sí. Él abre la brecha del morbo epistemológico para inaugurar la perspectiva sexual que conlleva hablar de lo incognocible. Kant propone el estudio de la razón para legislar sobre sus limites y evitar el desvarío metafísico, así se vuelve el estandarte del siglo de las luces. Botul ve en esto, el orgasmo intelectual de un célibe escritor casado con su proyecto filosófico, así se volvió la vergüenza de su academia. A pesar de ello, el ensayo de Botul, al paso de los años, ha recobrado seguidores. La vida sexual de los intelectuales se ve, desde este ángulo botuliano, como un ascetismo que guarda las energías creadoras en busca de imprimir una fuerza desbordante a las letras, una vitalidad propia que se distancie de la simple reproducción de la especie, el perverso acto de hacer suya una y otra vez a la vieja y fatigada mujer griega, la filosofía.


[1] J. B. Botul, La vida Sexual de Kant, Trad. Dulce Ma. Granja, México, UNAM 2004, p. 81