De la retórica del milenio y sus avatares

CMXCIX.

viernes, 17 de septiembre de 2010

¿Qué del fue bicentenario? La máscara de nuestras revoluciones o el cisma de la historia.

Ahora sí, nos llegó la fecha, la efeméride bicentenaria nos topó de frente. Nos ha tomado por asalto armada con un vacío festejo, lleno de sincretismos artificiosos y malabares pseudo-olímpicos. La conmemoración nos dio alcance sin estar conscientes de su peso específico. Por más que nos tronamos los dedos, no encontramos una justa media entre las tediosas mesas de debate con especialistas y los colosos broncíneos megalómanos con cara del narco-santo Jesús Valverde. La memoria y su actualización fueron derrotadas por el carnaval caótico, cuya lógica visual nadie entendió, y su ridícula cristalización en el fusil de la campaña publicitaria del tour History de Michael Jackson. ¿Esto es nuestro 2010? El carácter narrativo de nuestro pathos histórico nos ha dejado esperando más pues demanda el cumplimiento de una especie de profecía revolucionaria.

La fecha está marcada en la epidermis histórica, pues hoy se cumple el ciclo abierto en la memoria colectiva desde 1810 hasta 1910. Las teorías sobre las revoluciones de cada 100 años amenazan el imaginario y defienden todavía su signo de remembranza bélica. Aquí las lecciones de historia entran en la vorágine de la interpretación y reclaman su extraño lugar como códices del pasado para descifrar el futuro. Como sea, lo que queda en evidencia es la necesidad que tenemos como pueblo de encontrar en nuestra historicidad una lógica de la revolución: un sentido que proponga la finalidad de vivir una fecha no como conmemoración sino como un acontecimiento, una posibilidad.

Mas en realidad, la idea misma de un bicentenario revela ya un interesante mecanismo de auto representación colectiva. En 1784, el buen Immanuel Kant escribía un interesante ensayo llamado ¿Qué es la ilustración? Ahí el filósofo elucubra sobre cuándo un pueblo, como un hombre, se dice que ha entrado en la madurez. Al paso de una interesante reflexión sobre la autonomía y la autodeterminación, Kant sugiere que es la ilustración de los pueblos el proceso de madurez justo porque es cuando se reconoce su independencia con los otros y se llega a la plenitud del uso libre de la razón: un ejercicio que garantiza la paz y el bien común entre los ciudadanos. Una buena lectura del caso la ha realizado el pensador francés Michel Foucault. En su análisis de las ideas kantianas sobre la ilustración, pone atención en el objeto principal al cuál Kant dedica su texto; el presente. Es decir, al hablar de la ilustración como un desarrollo del autoconociemiento de los pueblos, Kant revela todo un ejercicio de crítica de su presente. Kant piensa el presente, su tiempo precisamente como un acontecimiento; un hecho desde el cual se intenta dar sentido a todo un flujo de la historia. Así Kant explica una época, la ilustración, y con esto Foucault muestra como al hablar de sí, de su momento, Kant comprendió su presente como actualidad; como un ahora que se hace siempre posible en cualquier tiempo.

No veo mejor teoría para explicar lo que nos acontece hoy al pensarnos desde el bicentenario. Es la capacidad de vernos desde un punto epocal y considerarnos con ello un cisma. Volvernos no parte de la historia, sino comienzo y fin, actualidad de un tiempo que se hizo un presente efectivo por la tradición historiográfica, literaria y filosófica: La Independencia y La Revolución. El problema es que al acto de pensar el presente, en nuestro caso concreto, se le ha sublimado un efecto retórico que vuelve a la toma de consciencia (ilustrada o no) un fenómeno edulcorado, inofensivo y casi adormecedor. Las revoluciones que agitan el pensarse desde el movimiento sagital foucaultiano, epocal, son matizadas por acto de la propaganda festiva. ¿Qué representa el coloso del bicentenario sino un desmantelamiento de la autoconciencia suplantado por la alegoría purista de la heroicidad totalmente ajena a nuestro presente? Nadie sabe quién es ese sujeto y los que reconocen en él al militar antimaderista y antivillista, Benjamin Argumedo, lo tachan de contrarrevolucionario y fuera de lugar en el 15 de septiembre.

No cabe duda que una vez más la conmemoración de nuestras guerras civiles sirve como propaganda de un proyecto político. La cultura como género de ficciones sobre el estado se corrobora. Pero no es cosa reciente, lo que padecemos es un mal ya viejo. Desde inicios del siglo XX don Porfirio le echaba ganas al festejo del centenario de la Independencia. La opulencia de las fiestas acompañó muestras de arte, ciencia y la construcción del célebre monumento angelical mediante un aparatoso programa propagandístico. Así, al general Díaz no le era suficiente recordar la independencia con una justa rememoración de los valores de la lucha por la libertad y autonomía. No, los ideales eran buenos para la retórica y lo importante fueron los festejos. Al final del día eso fue sólo un aderezo más para lo que se avecinaba ese mismo año.

Hoy la memoria igualmente se nos hace atole. Mucho festejo y muy poca consciencia histórica. El anclaje semántico se pasea libremente en nuestro diario quehacer; “que si el bicentenario esto, que si el bicentenario el otro”. Como dice el filósofo Nietzsche cuando habla de “conceptos duros”, se ha convertido a la referencia en objeto por sí mismo. Es decir, que la enunciación “bicentenario” se ha atorado en el flujo de comunicación para representar una oquedad de significado. Se vacía el contenido práctico- discursivo de la palabra y se coloca como evocación de todo y de nada al mismo tiempo. ¿De qué sirve que una línea del metro se denomine “Bicentenario”? pues sólo para desligar la conmemoración de una fecha concreta de su carácter histórico. El bicentenario pues terminó siendo cosa de palabrería, moneda de uso corriente que no nos dice nada sobre el acontecimiento al que remite. ¿Y el hecho histórico? Ése se quedó en las monografías con tipos que más que hombres rebeldes, bandoleros como los fueron Hidalgo y Villa, parecen santones que dan patria a punta de iluminaciones místicas. El temor está, como bien lo desentraña Foucault, en autodenominarse bajo un signo “real”, propio, uno que diga sobre la rebelión y sus avatares, su carácter violento, sus errores y sus atropellos, no sobre su gloria

¿O no? El proyecto sobre el Bicentenario es el festejo, lo edulcorado, lo simpático, no la crítica y el saber. De este efecto letárgico hay que tomar distancia y terminar el año cuestionando a cada héroe, a cada batalla y ante todo las formas en cómo se nos representan en las conmemoraciones pues fue justo así como en 1910 don Porfirio quiso adormecer a las masas y “disfrazar” la revuelta que ya llevaba algunos años en ejecución. Tal vez hoy esa revuelta esté operando ya bajo el denominador de la guerra antinarco y nosotros, tan entretenidos con la retórica, ni por avisados nos demos de su sangriento signo.

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