“El escritor que trata un tema sexual corre siempre el peligro de que quienes opinan que esos temas no deben mencionarse lo acusen de desmedida obsesión por el asunto. Se piensa que no desafiaría la censura de los libertinos y mojigatos a menos que su interés por el asunto fuera totalmente desproporcionado a su importancia. Sin embargo, esta idea se aplica sólo a los que abogan por un camino de la ética convencional.”[1]
Hace 76 años el reconocido filósofo Bertrand Russell dictaba una serie de conferencias alrededor de los EU. En ellas, el premio Nóbel de 1950, se dedicó a plantear un problema que, al final de la década de los veinte, a nivel internacional se hallaba en plena discusión: La educación sexual. Por aquellos días de la depresión económica en los EU y el crecimiento militar de las potencias mundiales, los intelectuales declaraban sus posturas sobre el tema del crecimiento de la población y el mejoramiento de las razas. Es claro, entonces, que el pivote de tales reflexiones fuera sobre la puesta en marcha o no de una nueva moral sexual. Es decir, sin tapujos y en franca oposición a las doctrinas más conservadoras de la religión, surgen corrientes de pensamiento, autodenominadas científicas, propuestas a reconocer la ética que hasta entonces regulaba la conducta sexual de los seres humanos. En ese sentido, lo que muestra Russell en su discurso es una detenida reflexión acerca de nuestra manera de concebir al sexo como instinto conservador de la especie y, por otro lado, como expresión de un fuerte lazo sentimental entre dos personas.
A casi 80 años y en los albores de nuestra presuntuosa “libertad sexual” me parece que la búsqueda de tal ética sexual está aun inconclusa. En la actualidad nuestro trato con la sexualidad se ve reducido a ser un manual de formas de seducción y placer. Nos hallamos rodeados de lenguajes eróticos que saturan el ambiente en el que se desarrollan nuestros niños y encuentran su despertar sexual. Se piensa que entre más se le aproximen la información sobre anticonceptivos y enfermedades venéreas a los jóvenes más se educa sexualmente y más concientes son de tal expresión de sus instintos. ¿Es esto suficiente? ¿Es esta propaganda erótica consiste nuestra libertad sexual? Vivimos en un momento donde las relaciones tempranas y las ferias sexuales se adjudican tales principios de la expresión voluntaria de la sexualidad. Lo que tocaría, si en verdad queremos plantear una nueva y más adecuada libertad sexual, es reflexionar sobre los valores y responsabilidades de nuestra ética sexual. Si partimos de un análisis de la sexualidad que en realidad llevamos a la práctica ganaríamos la sinceridad suficiente como para tomar conciencia de que la conducta sexual del ser humano va mucho mas allá de una sarta de mojigaterías o un panfleto impregnado de publicidad erótica. Justo, toda nuestra supuesta libertad sexual culmina más en un proyecto de imposición que conserva en sus entrañas una vieja moral donde toda la fuerza y potencial del sexo se reduce a un cúmulo de imágenes y sonidos consagrados por la mera copula sexual. Finalmente al mirar con cuidado nuestras actitudes respecto al sexo nos topamos con aquello que Russell en 1929 logro ver: la confrontación entre la sexualidad como necesaria evacuación de deseo y la expresión de una de las más grandes afecciones del hombre.
Por ello, me resulta un experimento extraordinario el que Russell lleva acabo en su teoría sobre la sexualidad. Si resultara, como él cree, que el deseo sexual no es sino otra forma más del trato con los otros seres humanos, entonces nuestra actitud hacia él cambiaría de manera sustancial. O lo que es lo mismo, al desligar el sexo de la expresión del cariño y el respeto entre nuestra pareja, piensa Russell, el ser humano estaría en libertad de relacionarse sexualmente con toda aquella persona que despertara su interés sin censura moral alguna. A cualquiera le estremece semejante frase sobre la “libertad sexual”. Excepto, claro a aquellos en quienes su moralidad les permite tal deslinde entre la fidelidad sexual y la fidelidad emocional. Pues justo para Russell, lo que permite ese rompimiento entre sexo y amor es la educación sexual. Si desde niños se encausara por buenos rumbos el interés por nuestra sexualidad seríamos capaces de desenvolvernos con naturalidad en aquellos instintos y hallar en ellos una forma más de establecer vínculos afectivos entre distintas personas. No sólo eso, piensa Russell, que librar al matrimonio de la exclusividad sexual mediante la nueva educación, permitiría afianzar la verdadera relación amorosa entre los cónyuges pues al tener desahogos externos se revelaría un deseo particular, más íntimo y experimentado que desembocaría en una pasión única, más racional. Pues se le ha emancipado de la forzada monotonía.
Llegar a tal grado, significaría una revolución en la conducta humana. Según Russell, nuestra visión tradicional del matrimonio está cimentada en la moral cristiana puesto que pensar en que el matrimonio es la única vía para dar salida al interés sexual de forma menos pecaminosa, es castrar al instinto al grado de ver en el sexo sólo la propagación de la especie. La libertad sexual de la que él habla es justo lo inverso. Los niños deben practicar su sexualidad “la vida del niño no debería estar dominada por la culpa, la vergüenza y el temor. Los niños deberían ser felices; no deberían temer sus propios impulsos; no deberían esquivar la exploración de los hechos naturales. No deberían ocultar en la oscuridad toda su vida instintiva. No deberían sepultar en las profundidades de lo inconsciente impulsos que, por mucho que se esfuerce no podrán matar”
Solo así se formarán hombres y mujeres íntegros que consoliden sus familias no por un apetito sexual irrefrenable sino por la elección racional con la cual decidieron comenzar a crecer espiritualmente con su pareja. Por esta razón, cree Russell que debería haber matrimonios sencillos y divorcios rápidos para evitar la desgracia de una infelicidad eterna donde, a pesar de descubrir la falta de entendimiento e intensidad emocional, se tienen hijos que se tornan cargas y no consagraciones del amor y respeto mutuos. Si tener hijos es necesidad de los matrimonios estos, según Russell, deben ser lo mejor educados posible pues lo que busca el hombre con su nueva ética es mejorar las condiciones de vida de la especie no extenderla al modo cristiano o militar.
Es este uno de los puntos finos de la reflexión de Russell. El pone como única restricción de la libertad sexual el no concebir hijos fuera del matrimonio pues la familia es, aún, el único medio eficaz para la educación integral del niño.
Como puede verse, los supuestos de Bertrand Russell son controvertidos. Después de la publicación de algunas de estas conferencias Russell fue cesado de
Aunque en un porcentaje abrumador las críticas que le impugnaban a Russell eran infundadas, es cierto que Russell pone énfasis en puntos clave de la moral que serían capaces de desmoronar el sistema de la familia tal y como lo conocemos hasta nuestros días. Proponer la expresión desinhibida de la sexualidad es un proyecto que le vino a la medida al filósofo matemático pues éste se casó cuatro veces. Se explica así la marcada insistencia por los matrimonios sin compromiso por los cuales Russell y un buen grupo de intelectuales de la época abogaban. Fuera de esto, tales matrimonios, a pesar de la condición de no procrear hijos que Russell describe, resultarían en un inminente desgaste de los lazos familiares y las figuras paternas debido a la dureza con que las afecciones más violentas como los celos tendrían que sofocarse. A mí juicio, en este punto, Russell confiaba demasiado en la racionalidad de los acuerdos sexuales entre los hombres.
En fin, a 76 años, sendas condenas a tales teorías podrían seguir vigentes a pesar de autodenominarnos partidarios de la libertad sexual. En una sociedad donde las enfermedades venéreas y la violencia sexual conviven con la mercadotecnia y masificación del lenguaje erótico, sin duda las palabras de Russell resultan más que polémicas, actuales:
“Es verdad que la transición del viejo sistema al nuevo tiene, como todas las transiciones sus dificultades. A los que abogan a favor de cualquier innovación ética, invariablemente se los acusa, como a Sócrates, de corruptores de la juventud. Quien propone un cambio en la moral sexual está especialmente expuesto a ser mal interpretado y sé que yo mismo he dicho cosas que algunos lectores puedan haber interpretado mal.”[2]
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