De la retórica del milenio y sus avatares

CMXCIX.

sábado, 12 de junio de 2010

El marxismo alternativo de Bolívar Echeverría



Autor de libros como Las ilusiones de la modernidad, el pensador de origen ecuatoriano (Riobamba, 1941) murió el 5 de junio en la Ciudad de México. En este texto se alude a la importancia de su legado intelectual: radical y provocador.

El impacto de una obra filosófica no depende sólo de la fuerza inherente de su pensamiento sino de un entorno propicio y capaz de darse por enterado. Autor de una decena de libros que se inscriben de modo consciente dentro de una visión alternativa de la teoría marxista, Bolívar Echeverría (1941-2010) se perfila como un filósofo cuyas propuestas apenas empiezan a ser digeridas en nuestro medio intelectual. Formado en la Universidad Libre de Berlín, responsable y animador durante más de diez años de un seminario sobre El capital, profesor emérito en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM donde impartía cursos acerca de Heidegger, Benjamin, Adorno y otros pensadores de su interés, el legado intelectual de Echeverría está condenado a abrirse paso con lentitud pero con firmeza. El atractivo y el escollo mayor de su pensamiento radica en que sus textos hay que definirlos como pertenecientes a una vertiente del marxismo que proviene en gran medida de la Escuela de Frankfurt pero al que agrega una visión muy personal, enraizada de algún modo en nuestra circunstancia subdesarrollada y tercermundista. Si su corazón estaba con Benjamin, si su cerebro con Adorno y Horkheimer, su imaginación tomaba vuelo a partir de lo que se ha dado en llamar el “giro lingüístico” en filosofía. El resultado: un marxismo creativo, no dogmático, al que sin ánimo reductor podría calificarse como híbrido, y que presta atención no sólo a los fenómenos económicos en su pureza sino al conjunto de los hábitos de vida que definen a una sociedad determinada. Al insertarse en nuestro continente, el proyecto de la modernidad capitalista adquiere formas específicas que es obligado discernir.

Su propuesta mayor consiste en una concepción polifacética de la modernidad. Las teorizaciones eurocentristas del fenómeno, incluyendo las del propio Marx, le parecen insuficientes. Según una célebre frase de Marx, el conjunto de las superestructuras políticas, jurídicas y culturales de una sociedad dada, depende en última instancia de su infraestructura económica. De aquí que el estudio del desarrollo de las fuerzas productivas y de la contradicción entre la producción social y los medios privados de apropiación imperantes se conviertan en el abc del marxismo clásico. Me sospecho que una aguda observación de Althusser en su libro La revolución teórica de Marx, en la que éste sostiene que “la hora de la última instancia no ha sonado jamás”, podría servir de emblema a toda la tentativa pensante de Echeverría. No hay una sino cuatro modernidades: la realista, la clásica, la romántica y la barroca. Cada una de ellas representa un modo peculiar de relacionarse con el mundo, y de negociar la inserción de los sujetos sociales a su contexto tanto natural como productivo. La realización del valor mercantil, en su pureza, no se realiza sin la mediación de los hábitos y los usos imperantes dentro de una sociedad históricamente determinada. De tal suerte, la distinción marxista entre valor de uso y valor de cambio adquiere en el pensamiento de Echeverría una dimensión cultural realmente inusitada, que ni el propio Marx habría sospechado. El conjunto de los hábitos pre-existentes (una suerte de “acumulación originaria” de las costumbres y las creencias de un pueblo o de una sociedad) son los que otorgan una coloratura especial al proceso de producción de valor. Éstos son los diversos ethos que debe esclarecer una filosofía crítica que no renuncie a la tarea emancipadora.

Hablar de una “modernidad barroca”, por supuesto, no es hacer economía política sino análisis cultural, o todavía mejor, teorización social y de la cultura. Walter Benjamin es en este punto preciso el antecedente más influyente. Me parece revelador que el último curso que impartió Bolívar Echeverría en la UNAM estuviera dedicado una vez más al impresionante ensayo de Benjamin acerca de La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. Este texto, de una tremenda actualidad, exaltador de las vanguardias artísticas a las que el autor asocia a las innovaciones técnicas más recientes, y rechazado como podría esperarse por la Enciclopedia Soviética que lo había encargado, y sobre la que ya pesaba la sombra siniestra del estalinismo, constituye la tentativa marxista más radical por esclarecer la esencia disruptiva del arte contemporáneo. Es claro que éste era un asunto que Echeverría concebía como central y hasta como impostergable. Uno de sus libros más difíciles y originales, al que estamos obligados a regresar, es precisamente el que tituló Definición de la cultura (2001), texto en el que plantea la tarea imposible de una obra de arte total (Gesamtkunstwerk) que restablecería el valor festivo de la existencia en su más alto grado de libertad. La promesa comunista de felicidad para todos, con lo que esto pueda significar, aparece aquí como telón de fondo.

Dentro de la bibliografía de este curso, además de los textos de Benjamin y algunos otros en alemán, Bolívar Echeverría incluía un texto suyo que entiendo permanece hasta el momento inédito, titulado “De la Academia a la Bohemia y más allá”. Nunca fueron tan explícitos los juicios de Echeverría sobre el potencial revolucionario del arte como en este texto que espero llegue pronto a las prensas. Observa el autor: “La obra de arte solicitada por la sociedad moderna capitalista debe completar la apropiación pragmática de la realidad —la naturaleza y el mundo social, sea real o imaginario— que el ‘nuevo’ ser humano lleva a cabo a través de la industria maquinizada y el peculiar conocimiento técnico-científico que la acompaña”. En contraste con esta tarea apropiativa impuesta por el capital, el arte de vanguardia operaría un desquiciamiento de la representación que contesta o refuta las imágenes alienadas ofrecidas por la sociedad establecida. Explorando unas palabras de Casimir Malevich en su Manifiesto suprematista de 1915, donde el artista ruso solicita llevar la objetividad hasta el límite de la evanescencia, Echeverría concluye que los artistas de la vanguardia buscan “simulacros del mundo capaces de provocar un desquiciamiento gozoso de la presencia aparentemente natural del mismo”. En esto estribaría su función revolucionaria.

Debo agregar que esta estética de la desaparición y del goce, empero, no necesariamente guarda las armas ante la noción misma de vanguardia, que el autor considera equívoca y desorientadora en nuestro contexto burgués.

Por cierto, en un texto reciente acerca de la tan traída y llevada conmemoración del Bicentenario, Bolívar Echeverría realizaba este diagnóstico despiadado: “Los de este 2010 son festejos que en medio de la autocomplacencia que aparentan no pueden ocultar un cierto rasgo patético; son ceremonias que se delatan y muestran en el fondo algo de conjuro contra una muerte anunciada. En medio de la incertidumbre acerca de su futuro, las repúblicas oligárquicas latinoamericanas buscan ahora la manera de restaurarse y recomponerse aunque sea cínicamente haciendo más de lo mismo, malbaratando la migaja de soberanía que aún queda en sus manos. Festejan su existencia bicentenaria y a un tiempo, sin confesarlo, usan esos festejos como amuletos que les sirvan para ahuyentar la amenaza de desaparición que pende sobre ellas”.

Al lamentar el deceso de este brillante pensador, tan alejado por cierto de la figura neutralizada del intelectual mediático en boga, lo hago sabiendo que habremos de volver una y otra vez a sus escritos filosóficos, difíciles a menudo pero también provocadores en su radicalidad. Estoy convencido de que en este legado textual se juega una parte sensible de nuestro porvenir americano.

Evodio Escalante
Fuente: Milenio Diario. Laberinto. Suplemento

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