Se trata, en especial, del concepto de juego. Lo primero que hemos de tener claro es que el juego es una función elemental de la vida humana, hasta el punto de que no se puede pensar en absoluto la cultura humana sin un componente lúdico. Pensadores como Huizinga, Guardini y otros han destacado hace mucho que la práctica del culto religioso entraña un elemento lúdico. Merece la pena tener presente el hecho elemental del juego humano en sus estructuras para que el elemento lúdico del arte no se haga patente sólo de un modo negativo, como libertad de estar sujeto a un fin, sino como un impulso libre. ¿Cuándo hablamos de juego, y qué implica ello? En primer término, sin duda, un movimiento de vaivén que se repite continuamente. Piénsese, sencillamente, en ciertas expresiones como, por ejemplo «juego de luces» o el «juego de las olas», donde se presenta un constante ir y venir, un vaivén de acá para allá, es decir, un movimiento que no está vinculado a fin alguno. Es claro que lo que caracteriza al vaivén de acá para allá es que ni uno ni otro extremo son la meta final del mo- [67] vimiento en la cual vaya éste a detenerse. También es claro que de este movimiento forma parte un espacio de juego. Esto nos dará que pensar, especialmente en la cuestión del arte. La libertad de movimientos de que se habla aquí implica, además, que este movimiento ha de tener la forma de un automovimiento. El automovimiento es el carácter fundamental de lo viviente en general. Esto ya lo describió Aristóteles, formulando con ello el pensamiento de todos los griegos. Lo que está vivo lleva en sí mismo el impulso de movimiento, es automovimiento. El juego aparece entonces como el automovimiento que no tiende a un final o una meta, sino al movimiento en cuanto movimiento, que indica, por así decirlo, un fenómeno de exceso, de la autorrepresentación del ser viviente. Esto es lo que, de hecho, vemos en la naturaleza: el juego de los mosquitos, por ejemplo, o todos los espectáculos de juegos que se observan en todo el mundo animal, particularmente entre los cachorros. Todo esto procede, evidentemente, del carácter básico de exceso que pugna por alcanzar su representación en el mundo de los seres vivos. Ahora bien, lo particular del juego humano estriba en que el juego también puede incluir en sí mismo a la razón, el carácter distintivo más propio del ser humano consistente en poder darse fines y aspirar a ellos conscientemente, y puede burlar lo característico de la razón conforme a fines. Pues la humanidad del juego humano reside en que, en ese juego de movimientos, ordena y discipli- [68] na, por decirlo así, sus propios movimientos de juego como si tuviesen fines; por ejemplo, cuando un niño va contando cuántas veces bota el balón en el suelo antes de escapársele.
Eso que se pone reglas a sí mismo en la forma de un hacer que no está sujeto a fines es la razón. El niño se apena si el balón se le escapa al décimo bote, y se alegra inmensamente si llega hasta treinta. Esta racionalidad libre de fines que es propia del juego humano es un rasgo característico del fenómeno que aún nos seguirá ayudando. Pues es claro que aquí, en particular en el fenómeno de la repetición como tal, nos estamos refiriendo a la identidad, la mismidad. El fin que aquí resulta es, ciertamente, una conducta libre de fines, pero esa conducta misma es referida como tal. Es a ella a la que el juego se refiere. Con trabajo, ambición y con la pasión más seria, algo es referido de este modo. Es éste un primer paso en el camino hacia la comunicación humana; si algo se representa aquí, aunque sólo sea el movimiento mismo del juego, también puede decirse del espectador que «se refiere» al juego, igual que yo, al jugar, aparezco ante mí mismo como espectador. La función de representación del juego no es un capricho cualquiera, sino que, al final, el movimiento del juego está determinado de esta y aquella manera. El juego es, en definitiva, autorrepresentación del movimiento de juego.
Y podemos añadir, inmediatamente: una determinación semejante del movimiento de juego [69] significa, a la vez, que al jugar exige siempre un «jugar-con». Incluso el espectador que observa al niño y la pelota no puede hacer otra cosa que seguir mirando. Si verdaderamente «le acompaña», eso no es otra cosa que la participatio, la participación interior en ese movimiento que se repite. Esto resulta mucho más evidente en formas de juego más desarrolladas: basta con mirar alguna vez, por ejemplo, al público de un partido de tenis por televisión. Es una pura contorsión de cuellos. Nadie puede evitar ese «jugar-con». Me parece, por lo tanto, otro momento importante el hecho de que el juego sea un hacer comunicativo también en el sentido de que no conoce propiamente la distancia entre el que juega y el que mira el juego. El espectador es, claramente, algo más que un mero observador que contempla lo que ocurre ante él; en tanto que participa en el juego, es parte de él. Naturalmente, con estas formas de juego no estamos aún en el juego del arte. Pero espero haber demostrado que es apenas un paso lo que va desde la danza cultual a la celebración del culto entendida como representación. Y que apenas hay un paso de ahí a la liberación de la representación, al teatro, por ejemplo, que surgió a partir de este contexto cultual como su representación. O a las artes plásticas, cuya función expresiva y ornamental creció, en suma, a partir de un contexto de vida religiosa. Una cosa se transforma en la otra. Que ello es así lo confirma un elemento común en lo que hemos explicitado como juego, a [70] saber, que algo es referido como algo, aunque no sea nada conceptual, útil o intencional, sino la pura prescripción de la autonomía del movimiento.
Esto me parece extraordinariamente significativo para la discusión actual sobre el arte moderno. Se trata, al fin y al cabo, de la cuestión de la obra. Uno de los impulsos fundamentales del arte moderno es el deseo de anular la distancia que media entre audiencia, consumidores o público y la obra. No cabe duda de que todos los artistas importantes de los últimos cincuenta años han dirigido su empeño precisamente a anular esta distancia. Piénsese, por ejemplo, en la teoría del teatro épico de Bertolt Brecht, quien, al destruir deliberadamente el realismo escénico, las expectativas sobre psicología del personaje, en suma, la identidad de lo que se espera en el teatro, impugnaba explícitamente el abandono en el sueño dramático por ser un débil sucedáneo de la conciencia de solidaridad social y humana. Pero este impulso por transformar el distanciamiento del espectador en su implicación como co-jugador puede encontrarse en todas las formas del arte experimental moderno.
Ahora bien, ¿quiere esto decir que la obra ya no existe? De hecho, así lo creen muchos artistas –al igual que los teóricos del arte que les siguen–, como si de lo que se tratase fuera de renunciar a la unidad de la obra. Mas, si recordamos nuestras observaciones sobre el juego humano, encontrábamos incluso allí una primera [71] experiencia de racionalidad, a saber, la obediencia a las reglas que el juego mismo se plantea, la identidad de lo que se pretende repetir. Así que allí estaba ya en juego algo así como la identidad hermenéutica, y ésta permanece absolutamente intangible para el juego del arte. Es un error creer que la unidad de la obra significa su clausura frente al que se dirige a ella y al que ella alcanza. La identidad hermenéutica de la obra tiene un fundamento mucho más profundo. Incluso lo más efímero e irrepetible, cuando aparece o se lo valora en cuanto experiencia estética, es referido en su mismidad. Tomemos el caso de una improvisación al órgano. Como tal improvisación, que sólo tiene lugar una vez, no podrá volverse a oír nunca. El mismo organista apenas sabe, después de haberlo hecho, cómo ha tocado, y no lo ha registrado nadie. Sin embargo, todos dicen: «Ha sido una interpretación genial», o, en otro caso, «Hoy ha estado algo flojo». ¿Qué queremos decir con eso? Está claro que nos estamos refiriendo a la improvisación. Para nosotros, algo «está» ahí; es como una obra, no un simple ejercicio del organista con los dedos. De lo contrario, no se harían juicios sobre la calidad de la improvisación o sobre sus deficiencias. Y así, es la identidad hermenéutica la que funda la unidad de la obra. En tanto que ser que comprende, tengo que identificar. Pues ahí había algo que he juzgado, que «he comprendido». Yo identifico algo como lo que ha sido o como [72] lo que es, y sólo esa identidad constituye el sentido de la obra.
Si esto es correcto –y pienso que tiene en sí la evidencia de lo verdadero–, entonces no puede haber absolutamente ninguna producción artística posible que no se refiera de igual modo a lo que produce en tanto que lo que es. Lo confirma incluso el ejemplo límite de cualquier instrumento –pongamos por caso un botellero– que pasa de súbito, y con el mismo efecto, a ser ofrecido como si fuera una obra. Tiene su determinación en su efecto y en tanto que ese efecto que se produjo una vez. Es probable que no llegue a ser una obra duradera, en el sentido clásico de perdurabilidad; pero, en el sentido de la identidad hermenéutica, es ciertamente una «obra».
Precisamente, el concepto de obra no está ligado de ningún modo a los ideales clasicistas de armonía. Incluso si hay formas totalmente diferentes para las cuales la identificación se produce por acuerdo, tendremos que preguntarnos cómo tiene lugar propiamente ese ser-interpelados. Pero aquí hay todavía un momento más. Si la identidad de la obra es esto que hemos dicho, entonces sólo habrá una recepción real, una experiencia artística real de la obra de arte, para aquel que «juega-con», es decir, para aquel que, con su actividad, realiza un trabajo propio. ¿Cómo tiene lugar esto propiamente? Desde luego, no por un simple retener en algo la memoria. También en ese caso se da una identificación; [73] pero sin ese asentimiento especial por el cual la «obra» significa algo para nosotros. ¿Por medio de qué posee una «obra» su identidad como obra? ¿Qué es lo que hace de su identidad una identidad, podemos decir, hermenéutica? Esta otra formulación quiere decir claramente que su identidad consiste precisamente en que hay algo «que entender», en que pretende ser entendida como aquello a lo que «se refiere» o como lo que «dice». Es éste un desafío que sale de la «obra» y que espera ser correspondido. Exige una respuesta que sólo puede dar quien haya aceptado el desafío. Y esta respuesta tiene que ser la suya propia, la que él mismo produce activamente. El co-jugador forma parte del juego.
Por experiencia propia, todos sabemos que visitar un museo, por ejemplo, o escuchar un concierto, son tareas de intensísima actividad espiritual. ¿Qué es lo que se hace? Ciertamente, hay aquí algunas diferencias: uno es un arte interpretativo; en el otro, no se trata ya de la reproducción, sino que se está ante el original colgado de la pared. Después de visitar un museo, no se sale de él con el mismo sentimiento vital con el que se entró: si se ha tenido realmente la experiencia del arte, el mundo se habrá vuelto más leve y luminoso.
La determinación de la obra como punto de identidad del reconocimiento, de la comprensión, entraña, además, que tal identidad se halla enlazada con la variación y con la diferencia. Toda obra deja al que la recibe un espacio de juego [74] que tiene que rellenar. Puedo mostrarlo incluso con conceptos teóricos clasicistas. Kant, por ejemplo, tiene una doctrina muy curiosa. Él sostiene la tesis de que, en pintura, la auténtica portadora de la belleza es la forma. Por el contrario, los colores son un mero encanto, esto es, una emocionalidad sensible que no deja de ser subjetiva y que, por lo tanto, no tiene nada que ver con la creación propiamente artística o estética[1].
Quien entienda de arte neoclásico –piénsese en Thorwaldsen, por ejemplo– admitirá que en este arte de marmórea palidez son la línea, el dibujo, la forma, los que, de hecho, ocupan el primer plano. Sin duda, la tesis de Kant está condicionada históricamente. Nosotros no suscribiríamos nunca que los colores son meros encantos. Pues sabemos que también es posible construir con los colores y que la composición no se limita necesariamente a las líneas y la silueta del dibujo. Mas lo que nos interesa ahora no es la parcialidad de ese gusto históricamente condicionado. Nos interesa sólo lo que Kant tiene claramente ante sus ojos. ¿Por qué destaca la forma de esa manera? Y la respuesta es: porque al verla hay que dibujarla, hay que construirla activamente, tal y como exige toda composición, ya sea gráfica o musical, ya sea el teatro o la lectura. Es un continuo ser-activo-con. Y es claro y manifiesto que, precisamente la identidad de la obra, que invita a esa actividad, no es una identidad arbi- [75] traria cualquiera, sino que es dirigida y forzada a insertarse dentro de un cierto esquema para todas las realizaciones posibles.
Piénsese en la literatura, por ejemplo. Fue un mérito del gran fenomenólogo polaco Roman Ingarden haber sido el primero en poner esto de relieve.[2] ¿Qué aspecto tiene la función evocativa de una narración? Tomemos un ejemplo famoso: Los hermanos Karamazov. Ahí está la escalera por la que se cae Smerdiakov. Dostoievski la describe de un modo por el que se ve perfectamente cómo es la escalera. Sé cómo empieza, que luego se vuelve oscura y que tuerce a la izquierda. Para mí resulta palpablemente claro y, sin embargo, sé que nadie ve la escalera igual que yo. Y, por su parte, todo el que se haya dejado afectar por este magistral arte narrativo, «verá» perfectamente la escalera y estará convencido de verla tal y como es. He aquí el espacio libre que deja, en cada caso, la palabra poética y que todos llenamos siguiendo la evocación lingüística del narrador. En las artes plásticas ocurre algo semejante. Se trata de un acto sintético. Tenemos que reunir, poner juntas muchas cosas. Como suele decirse, un cuadro se «lee», igual que se lee un texto escrito. Se empieza a «descifrar» un cuadro de la misma manera que un texto. La pintura cubista no fue la primera en plantear esta tarea –si bien lo hizo, por cier- [76] to, con una drástica radicalidad– al exigirnos que hojeásemos, por así decirlo, sucesivamente las diversas facetas de lo mismo, los diferentes modos, aspectos, de suerte que al final apareciese en el lienzo lo representado en una multiplicidad de facetas, con un colorido y una plasticidad nuevas. No es sólo en el caso de Picasso, Bracque y todos los demás cubistas de entonces que «leemos» el cuadro. Es así siempre. Quien esté admirando, por ejemplo, un Ticiano o un Velázquez famoso, un Habsburgo cualquiera a caballo, y sólo alcance a pensar: «¡Ah! Ese es Carlos V», no ha visto nada del cuadro. Se trata de construirlo como cuadro, leyéndolo, digamos, palabra por palabra, hasta que al final de esa construcción forzosa todo converja en la imagen del cuadro, en la cual se hace presente el significado evocado en él, el significado de un señor del mundo en cuyo imperio nunca se ponía el sol.
Por tanto, quisiera decir, básicamente: siempre hay un trabajo de reflexión, un trabajo espiritual, lo mismo si me ocupo de formas tradicionales de creación artística que si recibo el desafío de la creación moderna. El trabajo constructivo del juego de reflexión reside como desafío en la obra en cuanto tal.
Por esta razón, me parece que es falso contraponer un arte del pasado, con el cual se puede disfrutar, y un arte contemporáneo, en el cual uno, en virtud de los sofisticados medios de la creación artística, se ve obligado a participar. El concepto de juego se ha introducido precisamen- [77] te para mostrar que, en un juego, todos son co-jugadores. Y lo mismo debe valer para el juego del arte, a saber, que no hay ninguna separación de principio entre la propia confirmación de la obra de arte y el que la experimenta. He resumido el significado de esto en el postulado explícito de que también hay que aprender a leer las obras del arte clásico que nos son más familiares y que están más cargadas de significado por los temas de la tradición.
Pero leer no consiste en deletrear y en pronunciar una palabra tras otra, sino que significa, sobre todo, ejecutar permanentemente el movimiento hermenéutico que gobierna la expectativa de sentido del todo y que, al final, se cumple desde el individuo en la realización de sentido del todo. Piénsese en lo que ocurre cuando alguien lee en voz alta un texto que no haya comprendido. No hay quien entienda lo que está leyendo.
La identidad de la obra no está garantizada por una determinación clásica o formalista cualquiera, sino que se hace efectiva por el modo en que nos hacemos cargo de la construcción de la obra misma como tarea. Si esto es lo importante de la experiencia artística, podemos recordar la demostración kantiana de que no se trata aquí de referirse a, o subsumir bajo un concepto una confirmación que se manifiesta y aparece en su particularidad. El historiador y teórico del arte Richard Hamann formuló una vez esta idea así: se trata de la «significatividad propia de la per- [78] cepción».[3] Esto quiere decir que la percepción ya no se pone en relación con la vida pragmática en la cual funciona, sino que se da y se expone en su propio significado. Por supuesto que, para comprender en su pleno sentido esta formulación, hay que tener claro lo que significa percepción. La percepción no debe ser entendida como si la, digamos, «piel sensible de las cosas» fuera lo principal desde el punto de vista estético, idea que podía parecerle natural a Hamann en la época final del impresionismo. Percibir no es recolectar puramente diversas impresiones sensoriales, sino que percibir significa, como ya lo dice muy bellamente la palabra alemana, wahrnehmen, «tomar (nehmen) algo como verdadero (wahr)». Pero esto quiere decir: lo que se ofrece a los sentidos es visto y tomado como algo. Así, a partir de la reflexión de que el concepto de percepción sensorial que generalmente aplicamos como criterio estético resulta estrecho y dogmático, he elegido en mis investigaciones una formulación, algo barroca, que expresa la profunda dimensión de la percepción: la «no-distinción estética».[4] Quiero decir con ello que resultaría secundario que uno hiciera abstracción de lo que le interpela significativamente en la obra artística, y quisiera limitarse del todo a apreciarla «de un modo puramente estético».
Es como si un crítico de teatro se ocupase [79] exclusivamente de la escenificación, la calidad del reparto, y cosas parecidas. Está perfectamente bien que así lo haga; pero no es ése el modo en que se hace patente la obra misma y el significado que haya ganado en la representación. Precisamente, es la no distinción entre el modo particular en que una obra se interpreta y la identidad misma que hay detrás de la obra lo que constituye la experiencia artística. Y esto no es válido sólo por las artes interpretativas y la mediación que entrañan. Siempre es cierto que la obra habla, en lo que es, cada vez de un modo especial y sin embargo como ella misma, incluso en encuentros reiterados y variados con la misma obra. Por supuesto que, en el caso de las artes interpretativas, la identidad debe cumplirse doblemente en la variación, por cuanto que tanto la interpretación como el original están expuestos a la identidad y la variación. Lo que yo he descrito como la no-distinción estética constituye claramente el sentido propio del juego conjunto de entendimiento e imaginación, que Kant había descubierto en el «juicio de gusto». Siempre es verdad que hay que pensar algo en lo que se ve, incluso sólo para ver algo. Pero lo que hay aquí es un juego libre que no apunta a ningún concepto. Este juego conjunto nos obliga a hacernos la pregunta de qué es propiamente lo que se construye por esta vía del juego libre entre la facultad creadora de imágenes y la facultad de entender por conceptos. ¿Qué es esa significatividad en la que algo deviene experimentable y experi- [80] mentado como significativo para nosotros? Es claro que toda teoría pura de la imitación y de la reproducción, toda teoría de la copia naturalista, pasa totalmente por alto la cuestión. Con seguridad, la esencia de una gran obra de arte no ha consistido nunca en procurarle a la «naturaleza» una reproducción plena y fiel, un retrato. Como ya he mostrado con el Carlos V de Velázquez,* en la construcción de un cuadro se ha llevado a cabo, con toda certeza, un trabajo de estilización específico. En el cuadro están los caballos de Velázquez, que algo tienen de especial, pues siempre le hacen a uno acordarse primero del caballito de cartón de la infancia; pero, luego, ese luminoso horizonte, la mirada escrutadora y regia del general dueño de ese gran imperio: vemos cómo todo ello juega conjuntamente, cómo precisamente desde ese juego conjunto resurge la significatividad propia de la percepción; no cabe duda de que cualquiera que preguntase, por ejemplo: ¿Le ha salido bien el caballo?, o ¿está bien reflejada la fisonomía de Carlos V?, habrá paseado su mirada sin ver la auténtica obra de arte. Este ejemplo nos ha hecho conscientes de la extraordinaria complejidad del problema. ¿Qué es lo que entendemos propiamente? ¿Cómo es que la obra habla, y qué es lo que nos dice? A fin de levantar una primera defensa contra toda teoría de la imitación, haríamos bien en recordar [81] que no sólo tenemos esta experiencia estética en presencia del arte, sino también de la naturaleza. Se trata del problema de «lo bello en la naturaleza».
El mismo Kant, que fue quien puso claramente de relieve la autonomía de lo estético, estaba orientado primariamente hacia la belleza natural. Desde luego, no deja de ser significativo que la naturaleza nos parezca bella. Es una experiencia moral del hombre rayana en lo milagroso el que la belleza florezca en la potencia generativa de la naturaleza, como si ésta mostrase sus bellezas para nosotros. En el caso de Kant, esta distinción del ser humano por la cual la belleza de la naturaleza va a su encuentro tiene un trasfondo de teología de la creación, y es la base obvia a partir de la cual expone Kant la producción del genio, del artista, como una elevación suma de la potencia que posee la naturaleza, la obra divina. Pero es claro que lo que se enuncia con la belleza natural es de una peculiar indeterminación. A diferencia de la obra de arte, en la cual siempre tratamos de reconocer o de señalar algo como algo –bien que, tal vez, se nos haya de obligar a ello–, en la naturaleza nos interpela significativamente una especie de indeterminada potencia anímica de soledad. Sólo un análisis más profundo de la experiencia estética por la que se encuentra lo bello en la naturaleza nos enseña que se trata, en cierto sentido, de una falsa apariencia, y que, en realidad, no podemos mirar a la naturaleza con otros ojos que los de hom- [82] bres educados artísticamente. Recuérdese, por ejemplo, cómo se describen los Alpes todavía en los relatos de viajes del siglo XVIII: montañas terroríficas, cuyo horrible aspecto y cuya espantosa ferocidad eran sentidos como una expulsión de la belleza, de la humanidad, de la tranquilidad de la existencia. Hoy en día, en cambio, todo el mundo está convencido de que las grandes formaciones de nuestras cordilleras representan, no sólo la sublimidad de la naturaleza, sino también su belleza más propia.
Lo que ha pasado está muy claro. En el siglo XVIII, mirábamos con los ojos de una imaginación adiestrada por un orden racionalista. Los jardines del siglo XVIII –antes de que el estilo de jardín inglés llegase para simular una especie de naturalidad, de semejanza con la naturaleza– estaban siempre construidos de un modo invariablemente geométrico, como la continuación en la naturaleza de la edificación que se habitaba. Por consiguiente, como muestra este ejemplo, miramos a la naturaleza con ojos educados por el arte. Hegel comprendió correctamente que la belleza natural es hasta tal punto un reflejo de la belleza artística,[5] que aprendemos a percibir lo bello en la naturaleza guiados por el ojo y la creación del artista. Por supuesto que aún queda la [83] pregunta de qué utilidad tiene eso para nosotros hoy, en la situación crítica del arte moderno. Pues, guiándose por él, a la vista de un paisaje, difícilmente llegaríamos a reconocer su belleza. De hecho, ocurre que hoy día tendríamos que experimentar lo bello natural casi como un correctivo para las pretensiones de un mirar educado por el arte. Por medio de lo bello en la naturaleza volveremos a recordar que lo que reconocemos en la obra de arte no es, ni mucho menos, aquello en lo que habla el lenguaje del arte. Es justamente la indeterminación del remitir la que nos colma con la conciencia de la significatividad, del significado característico de lo que tenemos ante los ojos.[6] ¿Qué pasa con ese ser-remitido a lo indeterminado? A esta función la llamamos, en un sentido acuñado especialmente por los clásicos alemanes, por Goethe y Schiller, lo simbólico.
[1] Kant, Crítica del Juicio, § 14.
[2] Ingarden, Das Literarische Kunstwerk, Tubinga, 41972.
[3] Hamann, Ästhetik, Leipzig, 1911.
[4] Gadamer, Verdad y Método, pág. 162 y sigs.
* Evidentemente, el cuadro de que habla Gadamer no lo pintó Velázquez, sino Ticiano. [T.]
[5] Hegel, Vorlesungen ubre die Ästhetik, compilado por Heinrich Gustav Hotho, Berlín, 1835, Introducción I, 1. (Trad. esp.: Lecciones de Estética, Barcelona, Península, 1989.)
[6] Esto lo ha escrito detalladamente Theodor W. Adorno en su Ästhetische Teorie, Francfort, 1973. (Trad. esp.: Teoría Estética, Madrid, Taurus, 1971.)
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