Eran 5: 17 de la mañana del 25 de enero, de un extraño y comprometido 2010, cuando un futbolista afamado entró al baño de un grotesco antro chilango. Quince minutos más tarde, el mundo conocía la noticia de que Salvador Cabañas había sido atacado de muerte. Desde ahí a la fecha la alharaca sobre lo sucedido ha ido sedimentando sus versiones: crimen pasional, odio pambolero, ajuste del narco, exceso de bravuconería, etc. Y todo apoyado en lo que un grupo de imágenes, quince minutos de video y otras tantas fotos que dan testimonio del impacto de bala sobre Cabañas, dicen, balbucean y hasta murmuran, sobre lo ocurrido. Esto es el poder de la visión, la ansiedad de nuestro ojo por saber.
Casi de forma novelesca la justicia ha presentado el material que almacenó una cámara de seguridad como una prueba de que nada se les escapa. Sin embargo, luego de ver y ver en cada oportunidad lo que revela el corto parece más un juego de espejos que da cuentas de la incapacidad de la ciencia criminal en nuestro país. El video no dice sino lo que no se ve. Lo que aparece tras el alcance del ojo mecánico que testimonia borrosos rostros y entrecortados tránsitos de un par de hombres y mujeres a un WC. Es nuestra imaginación, la narrativa policial que hemos desarrollado gracias a los embates noticiosos de la lucha antinarco, lo que permite comprender una serie de fragmentos cinemáticos inconexos per se. Como quien ve una mancha de tinta sobre un papel y mira quimeras dignas de cualquier engendro de las patologías que dirigen la percepción humana. El asunto me recuerda a las famosas discusiones que sostenían los filósofos Ludwig Wittgenstein y Bertrand Russell. Mientras Russell, acosado por la ironía de su dialogante, le aseguraba a Wittgenstein que él tenía la certeza que durante su discusión no se encontraba ningún elefante debajo de la mesa, Wittgenstein le cuestionaba el origen de su seguridad aludiendo a que mientras no se asomaran debajo no podían estar ciertos de que el paquidermo, en efecto, estaba o no debajo de la mesa. Así, cuando Russell hastiado se agachaba a ver para desmentir a Wittgenstein, y le mostraba la inexistencia del animal, Wittgenstein le respondía con su clásico “es que mientras te asomabas el paquidermo se fue”. Lo que no aparece a nuestros ojos y oídos en tales evidencias electrónicas, tiene mucho más poder que lo que se logra percibir en verdad: lo oculto incita la imaginación, lo revelado le pone límites.
De tal suerte, nuestras expectativas hurgan sobre el patético esfuerzo policial y atan cabos, quizá más por cosa de las construcciones criminalísticas que las ficciones gringas estimulan en nuestras cabezas, que por inducciones apoyadas en certezas. Lo relevante de todo esto es notar cómo, por cuestiones de la amplia cobertura mediática, el mexicano promedio tiene que enfrentar su actividad inferencial al complejo ejercicio de la construcción de argumentos.
Mas no es sólo por esto que el caso Cabañas tiene un uso concreto en el espectro de los imaginarios. Lo que ha sucedido con la imagen del jugador luego del hecho ha sido inédito. Podría decirse que toda la comunidad futbolera está conmocionada por el atentado, las muestras de solidaridad han venido de todos los clubes en México y otros en Latinoamérica, pero hasta el presidente Calderón y su homologo paraguayo han emitido declaraciones y se han comprometido en la búsqueda del esclarecimiento del caso. Cabañas se volvió casi de inmediato en un asunto de relevancia internacional. Claro, los modos en que se dio el siniestro no son cosa menor, tan sólo la violencia expresa mediante la fotografía que lo mostraba herido despertó el morbo general. Pero la campaña que detonó la épica del mártir es lo verdaderamente importante. Alrededor de las especulaciones que la sociedad, autoridades y prensa elucubran a diario, una extraña iconografía, emanada de los intereses que mueve el delantero en su natal Paraguay, ha afianzado la figura de “El mariscal Cabañas”. Pronto, una empresa de telefonía argentina le dio utilidad a su patrocinio sobre la selección paraguaya. Se trata de un corto que debió filmar hace poco tiempo Cabañas con sus compañeros de equipo en el que se muestra una retórica libertaria sedimentada en las imágenes de la independencia de Latinoamérica.
El comercial, de apenas 42 segundos, muestra a Cabañas arengando a un grupo de 11 guerreros al borde de la batalla final, pues los rodea un paisaje incendiado, desértico, abatido y todos, a excepción de “El Mariscal”, aparecen heridos, vendados, tuertos, andrajosos etc. Cabañas es el único que va a caballo y como tal es el único que toma la palabra y ondea la bandera de Paraguay. Sus ropas emulan las del ejército insurgente guaraní, lo que enfatiza que el discurso de Cabañas tenga resonancias en el imaginario conmemorativo de las gestas independentistas decimonónicas en Hispanoamérica. El mariscal dice cosas del tipo:Tuvimos grandes victorias para llegar hasta acá, pero eso quedó atrás, este es el momento de la verdad, siete batallas más y la victoria será nuestra; yo no llegué acá para morir en octavos ni en cuartos de final ¡yo quiero más! ¡Paraguay quiere más!. Al tono de un líder bélico, representado por una composición neoclásica, sacada de un célebre retrato de David, Cabañas recuerda más a un Napoleón montando su caballo, cruzando los Alpes, que a algún otro cabecilla americano. Un ejercicio de este tipo, una evocación napoleónica tan emocional como la davidiana, hace pensar en la revolución que significó la invasión de las tropas francesas en España para las gestas de emancipación en América. Tal vez la razón sea que el promocional lo realizó una compañía argentina que claramente se siente conmovida, como los mexicanos se supone que lo estamos, por la épica de la plástica bicentenaria. Paraguay no celebrara este año sus fiestas independentistas, lo hará hasta el 2011, México y Argentina sí. Sin embargo la historia nos une, la cultura que devora héroes también, los fanatismos pamboleros y las extrapolaciones míticas no se diga. Hoy, Cabañas se despoja de su letargo y habla, dice con su cuerpo en coma con mucho más fuerza que ahora que pudo balbucear algo con su voz. Este sujeto, al menos en el mundo del mercado y espectáculo, encarna la plástica de una revolución y eso es lo que transmite con sus alegorías en los medios a las masas enajenadas con el mundial. Eso, ni el sistema corrupto, ni el amarillismo de la prensa o la cursilería americanista lo pudieron calcular. Eso lo detona un imaginario totalmente intencionado desde cierto pathos bicentenario que es evocado por los países latinoamericanos no desde la celebración sino desde la crisis de identidad cada 100 años. Cabañas es el mero pretexto para mostrar el hambre de mitos y un gusto por la épica, misma que durante estos acontecimientos se sirve para confirmar sus propias formas retóricas para incidir en la colectividad. Cabañas ha pasado ya a la historia por servir de soporte, en su exagerado mar de condolencias, para la actualización de un pathos identitario sudamericano.
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