De la retórica del milenio y sus avatares

CMXCIX.

viernes, 17 de septiembre de 2010

¿Qué del fue bicentenario? La máscara de nuestras revoluciones o el cisma de la historia.

Ahora sí, nos llegó la fecha, la efeméride bicentenaria nos topó de frente. Nos ha tomado por asalto armada con un vacío festejo, lleno de sincretismos artificiosos y malabares pseudo-olímpicos. La conmemoración nos dio alcance sin estar conscientes de su peso específico. Por más que nos tronamos los dedos, no encontramos una justa media entre las tediosas mesas de debate con especialistas y los colosos broncíneos megalómanos con cara del narco-santo Jesús Valverde. La memoria y su actualización fueron derrotadas por el carnaval caótico, cuya lógica visual nadie entendió, y su ridícula cristalización en el fusil de la campaña publicitaria del tour History de Michael Jackson. ¿Esto es nuestro 2010? El carácter narrativo de nuestro pathos histórico nos ha dejado esperando más pues demanda el cumplimiento de una especie de profecía revolucionaria.

La fecha está marcada en la epidermis histórica, pues hoy se cumple el ciclo abierto en la memoria colectiva desde 1810 hasta 1910. Las teorías sobre las revoluciones de cada 100 años amenazan el imaginario y defienden todavía su signo de remembranza bélica. Aquí las lecciones de historia entran en la vorágine de la interpretación y reclaman su extraño lugar como códices del pasado para descifrar el futuro. Como sea, lo que queda en evidencia es la necesidad que tenemos como pueblo de encontrar en nuestra historicidad una lógica de la revolución: un sentido que proponga la finalidad de vivir una fecha no como conmemoración sino como un acontecimiento, una posibilidad.

Mas en realidad, la idea misma de un bicentenario revela ya un interesante mecanismo de auto representación colectiva. En 1784, el buen Immanuel Kant escribía un interesante ensayo llamado ¿Qué es la ilustración? Ahí el filósofo elucubra sobre cuándo un pueblo, como un hombre, se dice que ha entrado en la madurez. Al paso de una interesante reflexión sobre la autonomía y la autodeterminación, Kant sugiere que es la ilustración de los pueblos el proceso de madurez justo porque es cuando se reconoce su independencia con los otros y se llega a la plenitud del uso libre de la razón: un ejercicio que garantiza la paz y el bien común entre los ciudadanos. Una buena lectura del caso la ha realizado el pensador francés Michel Foucault. En su análisis de las ideas kantianas sobre la ilustración, pone atención en el objeto principal al cuál Kant dedica su texto; el presente. Es decir, al hablar de la ilustración como un desarrollo del autoconociemiento de los pueblos, Kant revela todo un ejercicio de crítica de su presente. Kant piensa el presente, su tiempo precisamente como un acontecimiento; un hecho desde el cual se intenta dar sentido a todo un flujo de la historia. Así Kant explica una época, la ilustración, y con esto Foucault muestra como al hablar de sí, de su momento, Kant comprendió su presente como actualidad; como un ahora que se hace siempre posible en cualquier tiempo.

No veo mejor teoría para explicar lo que nos acontece hoy al pensarnos desde el bicentenario. Es la capacidad de vernos desde un punto epocal y considerarnos con ello un cisma. Volvernos no parte de la historia, sino comienzo y fin, actualidad de un tiempo que se hizo un presente efectivo por la tradición historiográfica, literaria y filosófica: La Independencia y La Revolución. El problema es que al acto de pensar el presente, en nuestro caso concreto, se le ha sublimado un efecto retórico que vuelve a la toma de consciencia (ilustrada o no) un fenómeno edulcorado, inofensivo y casi adormecedor. Las revoluciones que agitan el pensarse desde el movimiento sagital foucaultiano, epocal, son matizadas por acto de la propaganda festiva. ¿Qué representa el coloso del bicentenario sino un desmantelamiento de la autoconciencia suplantado por la alegoría purista de la heroicidad totalmente ajena a nuestro presente? Nadie sabe quién es ese sujeto y los que reconocen en él al militar antimaderista y antivillista, Benjamin Argumedo, lo tachan de contrarrevolucionario y fuera de lugar en el 15 de septiembre.

No cabe duda que una vez más la conmemoración de nuestras guerras civiles sirve como propaganda de un proyecto político. La cultura como género de ficciones sobre el estado se corrobora. Pero no es cosa reciente, lo que padecemos es un mal ya viejo. Desde inicios del siglo XX don Porfirio le echaba ganas al festejo del centenario de la Independencia. La opulencia de las fiestas acompañó muestras de arte, ciencia y la construcción del célebre monumento angelical mediante un aparatoso programa propagandístico. Así, al general Díaz no le era suficiente recordar la independencia con una justa rememoración de los valores de la lucha por la libertad y autonomía. No, los ideales eran buenos para la retórica y lo importante fueron los festejos. Al final del día eso fue sólo un aderezo más para lo que se avecinaba ese mismo año.

Hoy la memoria igualmente se nos hace atole. Mucho festejo y muy poca consciencia histórica. El anclaje semántico se pasea libremente en nuestro diario quehacer; “que si el bicentenario esto, que si el bicentenario el otro”. Como dice el filósofo Nietzsche cuando habla de “conceptos duros”, se ha convertido a la referencia en objeto por sí mismo. Es decir, que la enunciación “bicentenario” se ha atorado en el flujo de comunicación para representar una oquedad de significado. Se vacía el contenido práctico- discursivo de la palabra y se coloca como evocación de todo y de nada al mismo tiempo. ¿De qué sirve que una línea del metro se denomine “Bicentenario”? pues sólo para desligar la conmemoración de una fecha concreta de su carácter histórico. El bicentenario pues terminó siendo cosa de palabrería, moneda de uso corriente que no nos dice nada sobre el acontecimiento al que remite. ¿Y el hecho histórico? Ése se quedó en las monografías con tipos que más que hombres rebeldes, bandoleros como los fueron Hidalgo y Villa, parecen santones que dan patria a punta de iluminaciones místicas. El temor está, como bien lo desentraña Foucault, en autodenominarse bajo un signo “real”, propio, uno que diga sobre la rebelión y sus avatares, su carácter violento, sus errores y sus atropellos, no sobre su gloria

¿O no? El proyecto sobre el Bicentenario es el festejo, lo edulcorado, lo simpático, no la crítica y el saber. De este efecto letárgico hay que tomar distancia y terminar el año cuestionando a cada héroe, a cada batalla y ante todo las formas en cómo se nos representan en las conmemoraciones pues fue justo así como en 1910 don Porfirio quiso adormecer a las masas y “disfrazar” la revuelta que ya llevaba algunos años en ejecución. Tal vez hoy esa revuelta esté operando ya bajo el denominador de la guerra antinarco y nosotros, tan entretenidos con la retórica, ni por avisados nos demos de su sangriento signo.

martes, 7 de septiembre de 2010

DE LA UTILIDAD Y LOS INCONVENIENTES DE LA HISTORIA PARA LA VIDA. Friedrich Nietzsche

(fragmento sobre la necesidad del olvido).



Observa el rebaño que paciendo pasa ante ti: no sabe qué significa el ayer ni el hoy, salta de un lado para otro, come, descansa, digiere, salta de nuevo, y así de la mañana a la noche y día tras día, atado estrechamente, con su placer o dolor, al poste del momento y sin conocer, por esta razón, la tristeza ni el hastío. Es un espectáculo difícil de comprender para el hombre -pues este se jacta de su humana condición frente a los animales y, sin embargo, contempla con envidia la felicidad de estos-, porque él no quiere más que eso, vivir, como el animal, sin hartazgo y sin dolor. Pero lo pretende en vano, porque no lo quiere como el animal. El hombre pregunta acaso al animal: ¿por qué no me hablas de tu felicidad y te limitas a mirarme? El animal quisiera responder y decirle: esto pasa porque yo siempre olvido lo que iba a decir -pero de repente olvidó también esta respuesta y calló: de modo que el hombre se quedó asombrado.

Pero se asombró también de sí mismo por el hecho de no aprender a olvidar y estar siempre encadenado al pasado: por muy lejos y muy rápido que corra, la cadena corre siempre con él. Es un verdadero prodigio: el instante, de repente está aquí, de repente desaparece. Surgió de la nada y en la nada se desvanece. Retorna, sin embargo, como fantasma, para perturbar la paz de un momento posterior. Continuamente se desprende una página del libro del tiempo, cae, se va lejos flotando, retorna imprevistamente y se posa en el regazo del hombre. Entonces, el hombre dice: «me acuerdo» y envidia al animal que inmediatamente olvida y ve cada instante morir verdaderamente, hundirse de nuevo en la niebla y en la noche y desaparecer para siempre. Vive así el animal en modo no-histórico, pues se funde en el presente como número que no deja sobrante ninguna extraña fracción; no sabe disimular, no oculta nada, se muestra en cada momento totalmente como es y, por eso, es necesariamente sincero. El hombre, en cambio, ha de bregar con la carga cada vez más y más aplastante del pasado, carga que lo abate o lo doblega y obstaculiza su marcha como invisible y oscuro fardo que él puede alguna vez hacer ostentación de negar y que, en el trato con sus semejantes, con gusto niega: para provocar su envidia. Por eso le conmueve, como si recordase un paraíso perdido, ver un rebaño pastando o, en un círculo más familiar, al niño que no tiene ningún pasado que negar y que, en feliz ceguedad, se concentra en su juego, entre las vallas del pasado y del futuro. Y, sin embargo, su juego ha de ser interrumpido: bien pronto será despertado de su olvido. Enseguida aprende la palabra «fue», palabra puente con la que tienen acceso al hombre, lucha, dolor y hastío, para recordarle lo que fundamentalmente es su existencia -un imperfectum que nunca llega a perfeccionarse. Y cuando, finalmente, la muerte aporta el anhelado olvido, ella suprime el presente y el existir, plasmando así su sello a la noción de que la existencia es un ininterrumpido haber sido, algo que vive de negarse, destruirse y contradecirse a sí mismo.

Si una felicidad, un ir en pos de una nueva felicidad, en cualquier sentido que ello sea, es lo que sostiene al ser viviente en la vida y lo impulsa a vivir, posiblemente ningún filósofo tiene más razón que el cínico, pues la felicidad del animal, como cínico consumado, es la prueba viviente de la justificación del cinismo. Una ínfima felicidad, si es ininterrumpida y hace feliz, es incomparablemente mejor que la máxima felicidad que se da solo como episodio, como una especie de capricho, como insensata ocurrencia, en medio del puro descontento, ansiedades y privación. Tanto en el caso de la ínfima como en el de la máxima felicidad, existe siempre un elemento que hace que la felicidad sea tal: la capacidad de olvidar o, para expresarlo en términos más eruditos, la capacidad de sentir de forma no-histórica mientras la felicidad dura. Quien no es capaz de instalarse, olvidando todo el pasado, en el umbral del momento, el que no pueda mantenerse recto en un punto, sin vértigo ni temor, como una Diosa de la Victoria, no sabrá qué cosa sea la felicidad y, peor aún, no estará en condiciones de hacer felices a los demás. Imaginemos el caso extremo de un hombre que careciera de la facultad de olvido y estuviera condenado a ver en todo un devenir: un hombre semejante no creería en su propia existencia, no creería en sí, vería todo disolverse en una multitud de puntos móviles, perdería pie en ese fluir del devenir; como el consecuente discípulo de Heráclito, apenas se atreverá a levantar el dedo. Toda acción requiere olvido: como la vida de todo ser orgánico requiere no solo luz sino también oscuridad. Un hombre que quisiera constantemente sentir tan solo de modo histórico sería semejante al que se viera obligado a prescindir del sueño o al animal que hubiera de vivir solamente de rumiar y siempre repetido rumiar. Es, pues, posible vivir y aun vivir felizmente, casi sin recordar, como vemos en el animal; pero es del todo imposible poder vivir sin olvidar. O para expresarme sobre mi tema de un modo más sencillo: hay un grado de insomnio, de rumiar, de sentido histórico, en el que lo vivo se resiente y, finalmente, sucumbe, ya se trate de un individuo, de un pueblo, o de una cultura.

Para precisar este grado y, sobre su base, el límite desde el cual lo pasado ha de olvidarse, para que no se convierta en sepulturero del presente, habría que saber con exactitud cuánta es la fuerza plástica de un individuo, de un pueblo, de una cultura. Me refiero a esa fuerza para crecer desde la propia esencia, transformar y asimilar lo que es pasado y extraño, cicatrizar las heridas, reparar las pérdidas, rehacer las formas destruidas. Hay individuos que poseen en tan escaso grado esa fuerza que, a consecuencia de una sola experiencia, de un único dolor y, con frecuencia, de una sola ligera injusticia, se desangran irremisiblemente como de resultas de un leve rasguño. Los hay, por otra parte, tan invulnerables a las más salvajes y horribles desgracias de la vida, y aun a los mismos actos de su propia maldad que, en medio de estas experiencias o poco después, logran un pasable bienestar y una especie de conciencia tranquila. Cuanto más fuertes raíces tiene la íntima naturaleza de un individuo tanto más asimilará el pasado y se lo apropiará. Podemos imaginar que la más potente y formidable naturaleza se reconocería por el hecho de que ella ignorase los límites en que el sentido histórico podría actuar de una forma dañosa o parásita. Esta naturaleza atraería hacia sí todo el pasado, propio y extraño, se lo apropiaría y lo convertiría en su propia sangre. Una naturaleza así sabe olvidar aquello que no puede dominar, eso no existe para ella, el horizonte está cerrado y nada le puede recordar que, al otro lado, hay hombres, pasio nes, doctrinas, objetivos. Se trata de una ley general: todo ser viviente tan solo puede ser sano, fuerte y fe cundo dentro de un horizonte, y si, por otra parte, es de masiado egocéntrico para integrar su perspectiva en otra ajena, se encamina lánguidamente o con celeridad a una decadencia prematura. La serenidad, la buena conciencia, la actitud gozosa, la confianza en el porve nir ‑todo eso depende, tanto en un individuo como en un pueblo, de que existe una línea que separa lo que está al alcance de la vista y es claro, de lo que está os curo y es inescrutable, de que se sepa olvidar y se sepa recordar en el momento oportuno, de que se discierna con profundo instinto cuándo es necesario sentir las co sas desde el punto de vista histórico o desde el punto de vista ahistórico. He aquí la tesis que el lector está invi tado a considerar: lo histórico y lo ahistórico son igualmente necesarios para la salud de los individuos, de los pueblos y de las culturas.

Aquí se nos podrá hacer una observación: los conocimientos y los sentimientos históricos de un hombre pueden ser muy limitados, su horizonte estrecho como el de un habitante de un valle de los Alpes; en cada juicio puede cometer una injusticia, de cada experiencia puede pensar erróneamente que él es el primero en te nerla -y a pesar de todas las injusticias y todos los errores, se mantiene en tan insuperable salud y vigor que todos sentirán goce al mirarlo; en tanto que, a su lado, el que es mucho más justo y más instruido que él flaquea y se derrumba, pues las líneas de su horizonte se desplazan siempre de nuevo, de modo inquietante, porque él, atrapado en la red sutil de sus justicias y verdades, no vuelve a encontrar de nuevo el mundo elemental de deseos y aspiraciones. Por otra parte, hemos observado al animal, totalmente desprovisto de sentido histórico, que se desenvuelve dentro de un horizonte casi reducido a un solo punto y, no obstante, vive, en una relativa felicidad, al menos sin hastío y sin necesidad de simular. Habría, pues, que considerar a la facul tad de ignorar hasta cierto punto la dimensión histórica de las cosas como la más profunda e importante de las facultades, en cuanto en ella reside el fundamento sobre el que puede crecer lo que es justo, sano, grande, verdaderamente humano. Lo ahistórico es semejante a una atmósfera protectora, únicamente dentro de la cual puede germinar la vida y, si esta atmósfera desapa rece, la vida se extingue. Es cierto: tan solo cuando el hombre pensando, analizando, comparando, separando, acercando, limita ese elemento no histórico; tan solo cuando, dentro de ese vaho envolvente, surge un rayo luminoso y resplandeciente, es decir, cuando es suficientemente fuerte para utilizar el pasado en beneficio de la vida y transformar los acontecimientos antiguos en historia presente, llega el hombre a ser hombre. Pero un exceso de historia aniquila al hombre y, sin ese halo de lo ahistórico, jamás hubiese comenzado ni se hubiese atrevido a comenzar. ¿Qué hechos hubiese sido capaz de realizar sin antes haber penetrado en esa bruma de lo ahistórico? Dejemos imágenes de lado y acudamos, para ilustración, a un ejemplo. Imaginemos a un hombre al que empuja y arrastra una ardiente pasión por una mujer o una gran idea. ¡Cómo cambia su mundo para él! Mirando hacia el pasado se siente como ciego; prestando el oído a su entorno percibe lo ajeno como un ruido sordo carente de sentido. Pero lo que ahora percibe, jamás lo percibió antes con esa viveza: tan palpablemente cercano, tan coloreado, tan resonante, tan iluminado como si lo percibiera con todos sus sentidos a la vez. Sus evaluaciones todas están para él cambiadas y privadas de valor; hay tantas cosas que ya no puede valorar porque él ya apenas las siente; se pregunta si no ha sido hasta entonces víctima de frases ajenas, de opiniones de otros, se admira de que su memoria gire incansablemente dentro de un círculo y se siente muy débil y agotado para dar un solo salto y salir de ese círculo. Es el estado más injusto del mundo, limitado, ingrato hacia el pasado, ciego a los peligros, sordo a las advertencias, un pequeño torbellino de vida en medio de un océano congelado de noche y olvido. Y, no obstante, ese estado -ahistórico, absolutamente anti-histórico- es no solo la matriz de una acción injusta, sino también, y sobre todo, de toda acción justa, y ningún artista realizará su obra, ningún general conseguirá la victoria, ningún pueblo alcanzará su libertad, sin antes haberlo anhelado y pretendido en un estado ahistórico como el descrito. Como el hombre de acción, en expresión de Goethe, actúa siempre sin conciencia, también actúa siempre sin conocimiento; olvida la mayor parte de las cosas para realizar solo una; es injusto hacia todo lo que le precede y no reconoce más que un derecho: el derecho de lo que ahora va a nacer. Así pues, el hombre de acción ama su obra infinitamente más de lo que esta merece ser amada, y las mejores acciones se realizan siempre en una exaltación de amor tal que, aunque su valor pueda ser incalculable en otros respectos, no son, en todo caso, dignas de ese amor.

Si alguien estuviera en condición de husmear, de respirar retrospectivamente, en un suficiente número de casos, esta atmósfera ahistórica, dentro de la cual se han originado todos los grandes acontecimientos históricos [geschichtliche], podría tal vez, en cuanto sujeto de conocimiento, elevarse a un punto de vista suprahistórico, tal como Niebuhr lo ha descrito, como posible resultado de la reflexión histórica. «Para una cosa, al menos -dice-, es útil la historia entendida claramente y en toda su extensión: para reconocer que los espíritus más potentes y más elevados del género humano ignoran de qué forma fortuita sus ojos han asumido la estructura particular que determina su visión y que ellos quisieran a la fuerza imponer a los demás; a la fuerza, porque la intensidad de su conciencia es excepcionalmente grande. Quien no haya captado esto, con gran precisión y en muchos casos, quedará subyugado por la imagen de un poderoso espíritu que da la más alta pasionalidad a una forma dada.» Podría designarse tal punto de vista suprahistórico en la medida en que quien lo adoptara, por el hecho de haber reconocido la esencial condición de todo acaecer, de toda acción, la ceguedad e injusticia en el alma del que actúa, no se sentiría seducido a vivir o participar en la historia, se sentiría curado de la tentación de tomar en el futuro la historia demasiado en serio: hubiera aprendido a encontrar en todas partes, en cada individuo, en cada acontecimiento, entre los griegos o entre los turcos, en un momento cualquiera del siglo I o del siglo XIX la respuesta al porqué y para qué de la existencia. Si alguien pregunta a sus amistades si quieren revivir los diez o veinte últimos años, encontrará fácilmente quiénes de ellos están predispuestos a este punto de vista suprahistórico: con seguridad, todos responderán ¡no!; pero ese ¡no! estará motivado por diferentes razones. Algunos, tal vez, se consolarán con un «pero los próximos veinte años serán mejores». Son aquellos de quienes David Hume dice con ironía:



And from the dregs of life hope to receive,
What the first sprightly running could not give.



Llamésmolos los hombres históricos. El espectáculo del pasado los empuja hacia el futuro, inflama su coraje para continuar en la vida, enciende su esperanza de que lo que es justo puede todavía venir, de que la felicidad los espera al otro lado de la montaña hacia donde encaminan sus pasos. Estos hombre históricos creen que el sentido de la existencia se desvelará en el curso de un proceso y, por eso, tan solo miran hacia atrás para, a la luz del camino recorrido, comprender el presente y desear más ardientemente el futuro. No tienen idea de hasta qué punto, a pesar de todos sus conocimientos históricos, de hecho piensan y actúan de manera no-histórica o de que su misma actividad como historiadores está al servicio, no del puro conocimiento, sino de la vida.

Pero esa pregunta, cuya respuesta hemos escuchado, se puede responder de modo distinto. Será también un «no», pero un «no» diferentemente motivado: el «no» del hombre suprahistórico que no ve la salvación en el proceso y para el cual, al contrario, el mundo está completo y toca su fin en cada momento particular. Pues, ¿qué podrían otros diez años enseñar que no hayan enseñado los diez anteriores?

Los hombres suprahistóricos no han podido jamás ponerse de acuerdo sobre si el sentido de esta teoría es la felicidad, la resignación, la virtud o la expiación, pero, frente a todos los modos históricos de considerar el pasado, llegan a la plena unanimidad respecto a la siguiente proposición: el pasado y el presente son una sola y la misma cosa, es decir, dentro de la variedad de sus manifestaciones, son típicamente iguales y, como tipos invariables y omnipresentes, constituyen una estructura fija de un valor inmutable, estable y de significado eternamente igual. Como los cientos de lenguas diferentes expresan siempre las mismas necesidades típicas y fijas del hombre, de suerte que el que comprendiese estas necesidades no tendría que aprender nada nuevo de todas esas lenguas, del mismo modo, el pensador suprahistórico ilumina desde el interior toda la historia de pueblos e individuos, adivinando con clarividencia el sentido originario de los diferentes jeroglíficos y evadiendo gradualmente, incluso con fatiga, la interminable corriente de nuevos signos. ¿Cómo, en efecto, ante la situación infinita de acontecimientos, no iba a llegarse a la saciedad, a la sobresaturación, incluso al hastío? Sin duda, al final, hasta el más osado de ellos estaría tal vez dispuesto a decir a su corazón con Giacomo Leopardi:



«Nada vive que sea digno
de tus impulsos, y la tierra no merece suspiro alguno.
Dolor y hastío es nuestra existencia, e inmundicia el mundo - nada más.
Sosiégate»



Pero dejemos a los hombres suprahistóricos con su sabiduría y su nausea: hoy queremos más bien gozar con todo el corazón de nuestra incultura y concedernos a nosotros mismos una jornada fácil haciendo el papel de hombres de acción y progresistas, adoradores del proceso. Tal vez nuestra valoración de lo histórico no es más que un prejuicio occidental. ¡No importa, con tal de que, al menos, sigamos dando pasos hacia el progreso y no quedemos estancados en el ámbito de estos prejuicios! ¡Con tal de que aprendamos siempre mejor a cultivar la historia para servir a la vida! Concedamos, pues, de buen grado a los hombres suprahistóricos que poseen más sabiduría que nosotros; siempre que estemos seguros de poseer más vida que ellos: pues nuestra ignorancia tendría en todo caso más futuro que su sabiduría. Y, para que no quede ninguna duda en cuanto al sentido de esta contraposición entre vida y sabiduría, recurriré a un procedimiento utilizado desde la Antigüedad y propondré, sin ningún tipo de rodeos, algunas tesis.

Un fenómeno histórico pura y completamente conocido, reducido a fenómeno cognoscitivo es, para el que así lo ha estudiado, algo muerto, porque a la vez ha reconocido allí la ilusión, la injusticia, la pasión ciega y, en general, todo el horizonte terrenamente oscurecido de ese fenómeno, y precisamente en ello su poder histórico [geschichtlich]. Este poder queda ahora, para aquel que lo ha conocido, sin fuerza, pero tal vez no queda sin fuerza para aquel que vive.

La historia concebida como ciencia pura, y aceptada como soberana, sería para la humanidad una especie de conclusión y ajuste de cuentas de la existencia. La cultura histórica es algo saludable y cargado de futuro tan solo al servicio de una nueva y potente corriente vital, de una civilización naciente, por ejemplo; es decir, solo cuando está dominada y dirigida por una fuerza superior, pero ella misma no es quien domina y dirige.

En la medida en que está al servicio de la vida, la historia sirve a un poder no histórico y, por esta razón, en esa posición subordinada, no podrá y no deberá jamás convertirse en una ciencia pura como, por ejemplo, las matemáticas. En cuanto a saber hasta qué punto la vida tiene necesidad de los servicios de la historia, esta es una de las preguntas y de las preocupaciones más graves concernientes a la salud de un individuo, de un pueblo, de una cultura. Cuando hay un predominio excesivo de la historia, la vida se desmorona y degenera y, en esta degeneración, arrastra también a la misma historia.

domingo, 5 de septiembre de 2010

México Violento; un caso de guerra sagrada en imágenes.





Hace unos días se suscitó un fuerte debate en México y E.U.A. sobre un cartón elaborado por Darly Cagle. La caricatura muestra a la bandera nacional mancillada por una ráfaga de balas, dando muerte al águila que cae en un charco de sangre. Lo violento del dibujo de inmediato fue tomado como una ofensa por parte de las autoridades mexicanas que, a través de su embajada en la Unión Americana, expresaron su molestia al portal informativo que publicó la imagen y su autor. La polémica comenzó en la red, en el propio blog del caricaturista, cuando algunos mexicanos no sólo no se mostraron molestos por la representación sino que la justificaron como un retrato fiel de nuestro actual estado de violencia. En respuesta, muchos connacionales increparon la actitud bajo cierto ánimo nacionalista aludiendo, además, a la poca autoridad del gringo para “criticar” nuestra realidad y meterse con nuestro lábaro patrio. En efecto, existe un evidente atentado contra algo que nos es muy propio pero me parece que no se sabe muy bien qué.

Debajo de los modelos representacionales que construyen íconos operan siempre resistencias ideologías que lo soportan. Un gran teórico de las imágenes simbólicas es el historiador del arte E.H. Gombrich. Él trabaja con detenimiento sobre la problemática entre las convenciones ópticas de la tradición y la construcción de imágenes ante su resonancia representacional en copias, alegorías, símbolos y alusiones. Es decir, que existen convenciones iconográficas que aparecen ante los espectadores como tópicos que deben ser reproducidos para reinterpretarlos bajo nuevos esquemas o nuevas posturas estético-epistemológicas del lenguaje. En este caso, lo que tenemos en frente es la puesta en marcha de la interpretación de un tópico bajo un esquema escópico diferente. Se trata de un símbolo patrio que ha sido adoptado como ritual en nuestra comunidad y que ha sido interpretado en una caricatura. Quienes se ofenden por este retrato no asimilan las diferencias del lenguaje que necesariamente sirven para clasificar los efectos de la representación. Lo que hay acá es una caricatura mimetizando a la bandera para actualizar, como lo hace la nota periodística con el hecho histórico, el lenguaje que lo circunda, su contexto y su recepción. Aquí no se ha atentado contra el símbolo en sí mismo sino que se ha desplazado la mirada que posibilita su función ritual hacia otro lado. Ese otro lado es polémico pero verosímil: el estado de guerra en México.

Cabe poner de relieve que no es, ni remotamente, la primera vez que se lleva a cabo la activación de la crítica mediante un símbolo patrio. De hecho, la historia del arte en nuestro país podría contarse mediante este tipo de estrategias narrativas: del ritual al sarcasmo, de la emotividad profunda a la ironía nihilista, de la iconografía formal analítica a la crítica ideológica de la imagen.

Quizá la más controvertida de las instancias sea la de Diego Rivera. Son conocidos los pasajes polémicos de su carrera como crítico político mediante su arte. Un caso poco abordado desde la óptica de la burla al estado sea el que se ha considerado, por detractores y simpatizantes, como su muro más patriotero: Epopeya del pueblo mexicano. Realizado desde 1929, en el maximato, y concluido hasta 1935, con su cuate Cárdenas en el poder, en el cubo de las escaleras del mismo Palacio Nacional.


Epopeya del pueblo mexicano se abre a los visitantes del Palacio Nacional como un gigantesco tríptico. Esto se debe a la forma del cubo y las directrices que apuntan su apreciación. Tanto México Prehispánico como México de hoy y mañana se enfrentan, cara a cara, en cada extremo de la escalera. Al centro, como una colisión de sentidos contrapuestos, Rivera retrata la historia de México desde la Conquista hasta 1930. Aquí vale la pena apuntar la trascendencia de la iconografía recogida a través de las décadas como ilustración en textos de historia para educación básica, impartida por el Estado.

Sin embargo, la mirada de los vuelcos del tiempo sobre este panel lo que menos deja al espectador es un mensaje didáctico que sea capaz de ilustrar los procesos de la historia. Al contrario, el recurso de aglomerar personajes y superponer cuerpos uno encima de otro, saturando los espacios de acción, transmite el caos, la violencia.

Ante el abigarramiento que asfixia el espacio mural, una idea de temporalidad revienta, se truena, y es precisamente la que puede dar cuentas del progreso históricoIr por figura para reconocer a “los héroes patrios” es un ejercicio que ocasiona mareo. Esto se debe a que el esfuerzo por hallar el origen de la narración es infructuoso. Se puede ejercitar un anclaje al centro, en el supuesto escudo nacional, pero ahí de inmediato se colisionan las expectativas de sentido.


Esto se debe, claro, al modelo visual hiperbólico pero además al abierto atentado contra la forma del símbolo patrio. No se trata sino de una versión que cambia la serpiente por un ícono ritual distinto: Atl- Tlachinolli. Este dibujo simboliza, según especialistas, la guerra sagrada. Rivera lo sabía pues su amigo el propio Alfonso Caso debatía el significado de este ícono en códices en la misma época en que se pinta el mural en Palacio Nacional. La incursión de este elemento trae consigo el desmantelamiento de la lectura patriotera de la obra pues, en efecto, el águila dorada no devora nada solo toma con su pico en un gesto no de ferocidad sino de meticulosidad la señal de la guerra antigua. Desde ahí observar el muro distorsiona su apreciación. Los eventos históricos retratados son enmarcados por violencia, las masas anónimas son aniquiladas en guerras sangrientas y los rostros de los héroes son reducidos a dimensiones proporcionales a las de cualquier obrero, campesino o esclavo. Aquí no hay oda a la nación. Hay un retrato de la violencia que nos da una identidad fracturada y caótica. El supuesto símbolo patrio se burla y presagia el terror de un futuro, en el panel de la derecha que habla sobre el México del mañana, torturado por las crisis políticas y sindicales.

Pero quizá lo más irónico es que la lectura nacionalista del fresco ha imperado siempre al grado de volverse ícono de la historia oficial y, últimamente, marco escópico del Bicentenario. En días recientes el presidente Calderon pronunció en una cápsula informativa sus avances en salud pública (http://www.presidencia.gob.mx/?DNA=85&Contenido=59597). Según lo dicho en 3 minutos, eligió hacerlo desde la vista al mural de Rivera por la conmemoración del Bicentenario.

Resulta un buen retrato de su régimen que el fondo de su discurso sobre el bienestar del pueblo mexicano se haya hecho desde un mural que narra la violencia de la guerra y el desmantelamiento de la historia de los grandes héroes. Este sí que es un atentado disfrazado extraordinariamente por la retórica de un gran crítico político posrevolucionario. Aquí al igual que en la caricatura del gringo, hay sarcasmo y crítica. Lo que las diferencia es que, mientras una es grotesca y un poco oportunista, la del buen Diego es sutil y subversiva aunque ambas exactamente verosímiles. ¿O no?

vargasparra@gmail.com