De la retórica del milenio y sus avatares

CMXCIX.

sábado, 27 de marzo de 2010

Alicia y los retratos de la irrazón. De la hiperrealidad al psicoanálisis del capital






En el verano de 1862 un matemático anglicano, de nombre Martin Dodgson, paseaba en un barco por el río Támesis. Cerca del mediodía, con un calor insoportable, el entusiasta Dodgson se fue a refugiar del sol debajo de un pajar acompañado de tres de las hijas de un prestigioso hombre de negocios. Como una forma de “matar” al tiempo, Dodgson comenzó a entretener a las pequeñas con una loca historia que improvisó al tren de sus figuraciones sobre un mundo subterráneo, una curiosa niña y cierto conejo blanco. El entusiasmo de su joven auditorio obligó al narrador a escribir la historia pocos meses más tarde al que llamó “Las aventuras subterráneas de Alicia” y el cual finalmente obsequió a una de éstas niñas: Alicia Liddell. Pronto decidió enviarlo a publicación bajo un seudónimo y con un título un tanto diferente: Las aventuras de Alicia en el país de las maravillas.


El cuento, del entonces conocido como Lewis Carroll, rodó por el mundo de las ideas como un extraordinario ejercicio narrativo de un mundo ilógico que además atraía a los párvulos por su calidad plástica, retórica y temática. Además, en el siglo XX, el relato del matemático se volvió paradigma en el ámbito de los intelectuales del viaje interdimensional, del ejemplo lógico de la falacia y las estructuras metalingüísticas del lenguaje. Sin embargo, Alicia recobró su semblante infantil cuando alcanzó fama en 1951 en la versión del productor de series animadas Walt Disney. Fue entonces que “El país de las maravillas” tomó la forma convencional del cine de género infantil. A pesar de otros intentos la historia se quedó sólo en el nivel de la referencia o evocación y su revolución retórica sólo permaneció en la memoria.


Tim Burton y Disney tomaron el reto de embestir de un nuevo grupo de metáforas el ser emocional que vibra en Alicia. Los creadores dejaron correr las expectativas de las generaciones jóvenes, veteranas y, ante todo, infantiles que se regocijaron ante los espectaculares avances del nuevo filme. Burton, Disney y compañía supieron aprovechar la coyuntura que ofrecía la proyección 3D, el desarrollo técnico y la fama de un protagonista con un amplio rango de plasticidad en su carrera histriónica. La comezón que ahora rasca su incómodo picor es si nuestra Alicia, la que nos toca vivir como el paradigma de nuestras aspiraciones sobre lo real y lo irreal, cumplió con su monumental proyecto. No hay que engancharse con respuestas de bote pronto.


Primero fue Carroll quien intentó apresar en texto las palabras que dejó correr “al calor” de su narrativa improvisada. Su estrategia, y la única que tenía pues sus conocimientos en las paradojas del entendimiento matemático le daban ese soporte, fue realizar síntesis de palabras que renovaran el lenguaje del que se servían los personajes del cuento. Al paso de la narrativa Carroll desperdiga mezclas exóticas de conceptos, usa compuestos semánticos y abreviaciones fonéticas para designar cosas o individuos. Este ejercicio simbolizaba la pérdida de sentido con tropos que invitaban a la risa y anunciaban la burla de las convenciones lingüísticas. Era la temática sobre la ilogicidad de un país de locos pero trabajada bajo la retórica de la gramática pervertida del poema del Jabberwocky, por poner un ejemplo. Ahí la lectura en voz alta del cuento es lo que transforma los paradigmas de la realidad del auditorio y los quiebra para experimentar el “sin sentido” de Alicia. Luego Walt Disney se lanzó sobre el galimatías. Uno de los intentos es humanizar a todos los personajes del cuento con rostros sacados de la biotipología de la locura. Las caras relajadas de grandes bocas que se arrugan con gestos exagerados para anunciar una especie de delirio catatónico. Esto se suma a la gestualidad de las voces que despiertan suspicacias sobre el aletargamiento, la neurastenia o la violencia propias de los dementes. El movimiento trata de incluir cortes rápidos de escenas como símbolo de la pérdida del sentido de temporalidad cotidiana.




El tercer momento es el de Burton quien, de entrada, ya no sólo fusiona las historias sino que las vuelve secuela de sus antecesoras. El cambio temático es un riesgo que redimensiona la narrativa, dirigida en el original principalmente a niños, y la atora en una épica más convencional, incluso, predecible en su moraleja final. Burton y Disney se fijaron con atención en su estrategia de representación retórica: la modalidad 3D hace que una gota tenga el efecto de reventar en la sala de proyección. El color hace del mundo ilógico de Alicia un mundo hiperreal donde la experiencia estética con los escenarios estimula frenéticamente la vista del espectador. La plasticidad de los gestos, remarcados por el extraordinario maquillaje, le gana a la pobreza del guión y termina por destruir los pobres intentos de Depp por darle vida al trivial y cursi discurso de una pubertona Alicia. El fenómeno de la locura se instancia únicamente en la capacidad de hacernos ver casi como lo hace un sujeto en estado alterado de consciencia por suministro de algún alucinógeno tribal. La percepción se trastorna y hace de la contemplación un juego demente con formas que fingen dejarse atrapar en la pantalla. El fracaso es que esto desaparece al final del filme y se ve aplastado por una temática moralina, digna de una feminista fanática. Alicia se vuelve una paciente de psicoanálisis que traiciona su fiebre de hilaridad, tan bien construida por Carroll, en aras de la transformación comercial del gran imperio capitalista británico. Ese pathos de la demencia es asesinado en pantalla cuando la joven, redimida de temores, descabeza al único resquicio de la retórica carrolliana: el Jabberwocky. Y Depp se eclipsa al grado de una farsa de baile que arruina lo poco que su capacidad mimética había logrado rescatar de su débil locura como Sombrerero.


La afección de un país de maravillas en efecto tetradimensional es contundente. El arriesgue temático cobra su costo. Ambos son resultado de una propaganda que desafía algo que aun no se es capaz de superar: aquel bello día caluroso en que un pedófilo anglicano decidió poner en cuestión la estructura lógica de lo real para entretener a sus lindas e ingenuas escuchas. De tres intentos, el nuestro es el que más le quedó a deber a Dodgson.



Aby Warburg. EL RITUAL DE LA SERPIENTE Una relación de viaje. Traducido por Tiziano Fabris



IMÁGENES DE LA REGION DE LOS INDIOS PUEBLO DE NORTEAMERICA


Como un viejo libro enseña,

Atenas y Oraibi son parientes

Esta noche voy a restringirme a mostrarles y comentar algunas fotografías que, en gran parte, yo mismo tomé durante un viaje realizado veintisiete años atrás; soy consciente de que este intento exige una aclaración. Por otro lado, debido a que dispuse de pocas semanas, no estoy en condiciones de evocar ni reelaborar viejos recuerdos de modo de poder ofrecerles una exhaustiva introducción a la vida espiritual de los indios.

Se suma a esto el hecho de que, ya en ese entonces, no me fue posible profundizar mis impresiones puesto que no dominaba su lenguaje. Y con esto llegamos al motivo que hace tan difícil el estudio de los “Pueblo”. Aunque estos indígenas vivan los unos cerca de los otros, sus idiomas, tan numerosos como distintos, hacen que aún los estudiosos americanos encuentren enormes dificultades en profundizar uno sólo de ellos. Asimismo, el viaje limitado a pocas semanas no permitía percibir impresiones realmente profundas; considerando además, que las mismas están ahora algo desenfocadas, por lo que no puedo prometerles otra cosa sino algunas reflexiones acerca de aquellos lejanos recuerdos, con la esperanza de que, más allá de mis palabras, gracias a la inmediatez de las fotografías, puedan hacerse ustedes de una idea de este mundo -cuya cultura, de todos modos, está desapareciendo-, así como de un problema tan decisivo para la entera historiografía de la civilización, vale decir: ¿dónde podemos distinguir aquí las características esenciales de la humanidad pagana primitiva?

El nombre de los indígenas “Pueblo” deriva del hecho que residen en villas- en español pueblos-, a diferencia de las tribus de cazadores nómades que hasta hace algunos decenios llevaban una vida belicosa en el mismo área, el Nuevo Méjico y Arizona.

En calidad de historiador de las civilizaciones, lo que me interesaba era comprender cómo, en medio de un país que había hecho de la cultura técnica una maravillosa arma de precisión en manos del hombre racional, lograba sobrevivir un enclave de hombres primitivos y paganos que, aún enfrentando con absoluto realismo la lucha por la existencia propia en relación con la agricultura y la caza, continuaban practicando con una fe inquebrantable, rituales mágicos generalmente considerados por nosotros con desprecio como señal de atraso. Pero aquí la así llamada “superstición” acompaña la actividad cotidiana, y consiste en una veneración religiosa de los fenómenos naturales, los animales y las plantas, a los cuales los indígenas atribuyen almas activas que creen que pueden influenciar primordialmente con sus danzas enmascaradas.

Esta coexistencia entre magia fantástica y utilitarismo racional nos parece un síntoma de escisión. Para el indígena, en cambio, no tiene nada de esquizoide, por el contrario: significa la experiencia liberadora de una ilimitada posibilidad de correlación entre el hombre y el mundo circundante.

Sin embargo queda claro que, al analizar la valoración de las raíces psicológicas de la religiosidad “Pueblo”, se debe proceder con la máxima cautela, fundamentalmente por un motivo: el material está contaminado por efecto de una doble estratificación.

Hacia fines del quinientos, sobre el núcleo original americano se superpone la catequesis hispano-católica, que decae bruscamente hacia fines del seiscientos para aflorar más tarde, pero ya sin penetrar oficialmente, en las villas de Moki. La tercera estratificación, finalmente, es aquella aportada por la cultura norteamericana.

Estudiando más de cerca la religiosidad pagana de los “Pueblo” es posible aún individualizar al menos un factor constituyente objetivo, intrínseco de la propia naturaleza del territorio: la escasez del agua. De hecho, hasta el momento en que llegó el ferrocarril, la escasez de agua, el deseo de agua, trajo prácticas mágicas, similares a aquellas difundidas en las culturas pre tecnológicas de todo el mundo, con el objeto de dominar las fuerzas hostiles de la naturaleza. La sequía enseña a realizar encantamientos y a rezar.

Las decoraciones de las vasijas nos conducen de inmediato al verdadero problema del simbolismo religioso. Que las ornamentaciones en apariencia puramente decorativas tienen un significado simbólico y cosmológico lo demostrará luego un diseño que me regaló un indígena, donde junto a uno de los elementos fundamentales de la cosmología indígena –el universo concebido en forma de casa- aparece, como demonio enigmático y temido, una irracional potencia animal: la serpiente. (Fig.1).

La forma extrema del culto animístico de los indígenas, vale decir del culto que infunde un alma a la naturaleza, es sin embargo, una danza enmascarada, que será oportunamente ilustrada con tres ejemplos: la pura danza animal; la danza asociada al culto del árbol; y por último, la danza con serpientes vivas.

Una mirada a aspectos análogos del paganismo europeo nos inducirá finalmente a plantearnos la siguiente pregunta: ¿hasta qué punto una concepción pagana del mundo, como aquella que sobrevive entre los indios “Pueblo” es índice de la evolución a través de la cual se llegó del paganismo primitivo –pasando por el paganismo de la antigüedad clásica- al hombre moderno?

“Este territorio, elegido como morada por los habitantes prehistóricos e históricos de estas regiones, ha sido escasamente favorecido por la naturaleza. Con excepción de la angosta garganta del nordeste, atravesada por el río Grande del Norte que corre hacia el Golfo de México, el paisaje está constituido esencialmente por altiplanos macizos rocosos, muy extensamente estratificados en forma horizontal (cretáceo y terciario), que a veces forman “plateau” más elevados, de superficies planas y laderas ríspidas (la lengua española las compara con una mesa), y otras veces están atravesados por cursos de agua …., gargantas profundas de más de trescientos metros, los así llamados cañones, cuyas paredes caen en forma casi vertical, como cortadas con una sierra”.

“Sobre los altiplanos, durante la mayor parte del año, están ausentes las precipitaciones atmosféricas y casi todos los cañones están completamente resecos; sólo en el periodo del deshielo y en la breve estación de las lluvias, impetuosas masas de agua corren por las desnudas gargantas”.

En la zona del altiplano de las Rocallosas, donde limitan los Estados de Colorado, Utah, Nuevo Méjico y Arizona, se encuentran tanto las ruinas de los asentamientos prehistóricos como las villas actualmente habitadas por los indígenas.

En la parte noroccidental del altiplano, en Colorado, están situadas las antiguas villas rupestres -hoy abandonadas-, cuyas habitaciones están construidas en las hendiduras de las rocas. El grupo oriental consiste aproximadamente de dieciocho villas, de bastante fácil acceso desde Santa Fe y Alburquerque. Las villas de los “Zuni”, particularmente significativas, se encuentran más hacia el suroeste y a una jornada de viaje desde Fort Wingate. Las de más difícil acceso – y en consecuencia las que conservan un carácter arcaico más genuino – son las villas de los “Moki” (Hopi), seis en total, edificadas sobre tres crestas rocosas paralelas.

En medio de ellas, sobre la llanura, se encuentra la capital de Nuevo Méjico, Santa Fe, una ciudad mejicana que en el siglo pasado cayó – sólo luego de arduos combates – bajo el dominio de los Estados Unidos. Desde aquí y desde la cercana Alburquerque se llega sin mucha dificultad a la mayoría de las villas orientales de los “Pueblo”.

En la cercanía de Alburquerque está situada la villa de Laguna que, si bien se encuentra en una posición menos elevada respecto de las otras, de todas formas nos brinda un excelente ejemplo de asentamiento “Pueblo”. La villa propiamente dicha, surge más allá de la línea ferroviaria Atchinson-Topeka-Santa Fe, mientras que la porción de raíz europea se extiende sobre la llanura, al amparo de la estación. La villa indígena consiste en casas de dos plantas, a las que se accede desde la parte superior, es decir subiendo por una escalera, dado que la planta baja no tiene puertas. Este tipo de casa surge por la necesidad de defenderse mejor contra los ataques enemigos. Los indios “Pueblo” han creado así una vía intermedia entre habitación y fortaleza, creación característica de su cultura, cuyo modelo proviene probablemente de la prehistoria americana. Se trata por lo tanto de edificios aterrazados, que sobre la planta baja tienen una segunda casa sobre la cual a su vez se sostiene hasta una tercera aglomeración de habitaciones cuadrangulares.

En el interior de estas casas encontramos colgadas pequeñas muñecas (Fig.2), que no son simples juguetes, sino que se pueden comparar con las imágenes de los santos colgadas en las casas de los campesinos católicos. Son las así llamadas muñecas kachina, fieles reproducciones de los danzantes enmascarados, los cuales aparecen como mediadores demoníacos entre el hombre y la naturaleza durante los festejos alegóricos al ciclo de las actividades agrícolas y constituyen una de las más singulares y sorprendentes manifestaciones de esta religiosidad típica de un pueblo de agricultores y cazadores.

En la pared, a modo de contraaltar de estas muñecas, está colgada la escoba de paja, como una suerte de emblema de la penetración cultural americana.

Sin embargo el producto fundamental del artesanado, que sirve tanto para uso práctico como religioso, es el recipiente de arcilla en el cual se recoge el agua, tan necesaria como escasa (Fig.3).

Característica del estilo ornamental de estas vasijas es la reducción de la imagen a una figura heráldica. Un pájaro, por ejemplo, se descompone en sus partes esenciales hasta convertirse en una representación abstracta de tipo heráldica. Se convierte así en un jeroglífico que deja de ser mirado, para ser leído. Estamos en un estadio intermedio entre la imagen realística y el puro signo, entre una imagen especular y la escritura. A través de la representación de animales en este tipo de ornamentación se puede comprender cómo, una forma similar de ver y de pensar, puede conducir a una escritura ideográfica simbólica.

En la mitología india el pájaro cumple un rol importante, como bien sabe quien ha leído I racconti di Calzadicuoio . Prescindiendo de la veneración de la cual goza, como cualquier otro animal, en cuanto progenitor fantástico – o sea tótem – el pájaro es objeto de una particular devoción en los ritos de sepultura. Parece que, desde la fase prehistórica Sikyatki, un rapaz pájaro-espíritu fue una de las representaciones fundamentales del imaginario mítico. El pájaro es objeto de culto idolátrico en virtud de sus plumas. Como intermediarios privilegiados de sus oraciones, los indios usan pequeños bastones, llamados bahos, que adornados con plumas, son colocados frente a los altares de los fetiches y sobre las tumbas. Según las creíbles explicaciones de los indígenas, las plumas, en cuanto seres alados, transmiten los deseos y las oraciones de los indígenas a las fuerzas demoníacas presentes en la naturaleza.

No hay dudas que, en las cerámicas contemporáneas de los “Pueblo”, es fácil encontrar la influencia de la técnica medieval española, introducida por los jesuitas en el setecientos.

Por otro lado, las excavaciones de Fewkes probaron con absoluta certeza la existencia de una técnica vascular más antigua e independiente de los españoles, caracterizada por motivos heráldicos del pájaro, junto al cual aparece también la serpiente, que para los Moki – como en todos los ritos paganos- es venerada como el más vital de los símbolos de culto.

Esta serpiente está representada hoy en día en el fondo de los recipientes modernos, de la misma forma en que Fewkes la encuentra en las vasijas prehistóricas: enroscada en espirales y con la cabeza emplumada; en los bordes, cuatros asas con forma de peldaño remedan pequeñas figuras de animales. De los estudios sobre los misterios indígenas sabemos, que tales animales –la rana y la araña, por ejemplo – representan los puntos cardinales, y que estos recipientes son colocados delante de los fetiches en la kiva, lugar de oración ubicado bajo el nivel del suelo.

En la kiva, la serpiente, en cuanto símbolo del rayo, se encuentra entonces en el centro del culto.

En mi hotel en Santa Fe, un indio de nombre Cleo Jurino y su hijo Anacleto me regalaron los dibujos –realizados luego de alguna reticencia ante mis ojos – en los cuales habían bocetado con lápices de colores su versión cosmológica. El padre, Cleo, era uno de los sacerdotes y pintores de la kiva de Cochiti. Un dibujo mostraba la serpiente como divinidad del temporal, sin plumas pero, por el resto, idéntico del representado sobre vasijas, con la lengua en punta de flecha (Fig.4).

El techo de la casa-universo tiene sus alas con forma de escalera. Sobre los muros se extiende un arco iris, mientras debajo, de un masa de nubes cae la lluvia, dibujada con breves líneas. En el medio – verdadero señor de la casa universo del temporal – aparece el fetiche, Yaya o Yerrick, privado de atributos serpentinos.

Gracias a tales representaciones el indio creyente logra obtener el benéfico temporal en virtud de prácticas mágicas, la más sorprendente de las cuales es para nosotros aquella en donde se manipulan serpientes vivas: como vemos de hecho en el dibujo de Jurino, existe una conexión mágico-causal entre la serpiente sagitada y el rayo.

La casa-universo con el techo en forma de escalera, la lengua en punta de flecha de la serpiente, así como la misma serpiente, son elementos constitutivos del lenguaje simbólico figurado de los indios. Sin duda en la escalera está encerrado – como aquí sólo puedo señalarlo – un símbolo panamericano y tal vez universal del cosmos.

Una fotografía de la kiva subterránea de Sia, tomada por Mrs. Stevenson, muestra como eje del sacrificio un altar con rayos tallados, con la serpiente-rayo junto a símbolos de los puntos cardinales.

Es un altar para atraer rayos provenientes de todas las direcciones. Los indios agrupados delante han colocado sus ofertas al pie de este altar, y tienen en las manos el símbolo de la oración mediadora, las plumas (Fig.5).

Mi deseo de observar a los indios en contacto directo con el catolicismo oficial fue favorecido por una circunstancia. Tuve la ocasión de acompañar al padre Juillard, el párroco católico que había encontrado el día de fin de año de 1895, mientras asistía a una danza mejicana de los Matachines, en el viaje de inspección que tenía que conducirlo al sugestivo poblado de Acoma. Recorrimos un desierto cubierto de retamas por alrededor de seis horas, hasta que vimos una villa emerger de un mar de rocas, como la isla de Helgoland en un mar de arena.

Antes de haber llegado a los pies de la roca, las campanas comenzaron a tañer en honor del párroco. Un grupo de pelirrojas de hábito variopinto inmediatamente corrieron por el sendero para tomar nuestras pertenencias. Los carruajes quedaron abajo –una necesidad que se reveló como fatal- porque los indios nos robaron una damajuana de vino que las monjas de Bernalillo le habían regalado al párroco. Una vez en la cima, fuimos recibidos por el gobernador –por los jefes de la villa que aún hoy usan nombres españoles- con todos los honores. Este se llevó a los labios la mano del párroco inspirando ruidosamente, como absorbiendo, en señal de reverente bienvenida, el aura de la persona saludada.

Fuimos alojados junto con los conductores de los carros en la gran habitación principal de su casa, y yo prometí al párroco asistir, como era su deseo, a la misa de la mañana siguiente.

Los indios se ubican delante de la puerta de la iglesia (Fig. 6). Atraerlos al interior no es simple. Sólo después de un enérgico llamado, lanzado por el jefe en las tres calles paralelas de la villa, se aglomeraron finalmente en el edificio.

Ellos se envuelven en vivos ponchos de lana- tejidos a la intemperie por las mujeres Navajo nómades, pero confeccionados también por los mismos Pueblo – que, con sus motivos blancos, rojos o azules, crean un efecto muy pintoresco.

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El interior de la iglesia tiene un auténtico pequeño altar barroco con imágenes de santos (Fig.7). El párroco, por no saber ni una palabra del idioma de los indios, necesitaba un intérprete el cual, durante la misa, traducía cada frase – por lo que podría haber dicho lo que le parecía.

Durante la función, me llamó la atención que la pared estuviese cubierta de símbolos cosmológicos paganos, parecidos a aquellos que Cleo Jurino diseñó para mí. Y pinturas de este tipo, que representaban el universo con el techo escalonado, decoran también la iglesia de Laguna (Fig. 8). El motivo ornamental dentado, de hecho, simboliza una escalera, pero no construida en material de muro, sino una forma mucho más arcaica, tallada en tronco y en uso aún hoy en día por los Pueblo (Fig.9).

Para quien quisiera representar simbólicamente el devenir, las subidas y las bajadas de la naturaleza, escalones y escaleras representan la experiencia primigenia de la humanidad. Son el símbolo de la conquista del espacio hacia el arriba y el abajo, así como el círculo – la serpiente enroscada – es el símbolo del ritmo del tiempo.

El hombre, que ya no avanza en cuatro patas sino en posición erecta, y por lo tanto necesita un auxilio para vencer la fuerza de gravedad cuando mira hacia arriba, inventó con la escalera el instrumento para ennoblecer su inferioridad con respecto a los animales.

El hombre, que en su segundo año de vida aprende a pararse sobre sus dos pies, conoce la felicidad del escalón porque en cuanto ser que tuvo en principio que aprender a caminar, recibe al mismo tiempo la gracia de poder levantar la cabeza. Subir es el excelsior del hombre, el cual de la tierra tiende hacia el cielo: es el acto simbólico por excelencia que confiere al hombre deambulante la nobleza de la cabeza erguida, vuelta hacia lo alto.

Observar el cielo es la gracia y la maldición de la humanidad.

Los indios, por lo tanto, introducen en la cosmología el elemento racional imaginando, la casa-universo idéntica a la propia casa escalonada, en la cual se entra mediante una escalera.

Pero debemos evitar considerar esta casa-universo como simple reflejo de una cosmología espiritualmente pacificada. Porque en ella, de hecho, señorea siempre el animal más terrorífico: la serpiente.

El indio Pueblo, además de agricultor, es cazador, si bien no con la misma intensidad de las tribus primitivas que lo precedieron. Para vivir necesita tanto maíz como carne. Las danzas enmascaradas, si a primera vista aparecen ante nuestra mirada como un contrapunto festivo de su vida cotidiana, deben verse en realidad como prácticas mágicas que garantizan el alimento a la colectividad. La danza enmascarada, que nosotros estamos acostumbrados a considerar como puro juego, es por lo tanto por su naturaleza un práctica seria, puede decirse que guerrera, en la lucha por la vida.

No debemos olvidar que estas danzas, aún siendo esencialmente distintas, en virtud de la exclusión de prácticas sanguinarias y crueles, de las danzas de guerra de los indios nómades – acérrimos enemigos de los “Pueblo”-, son aún, por sus orígenes y su íntima naturaleza, danzas propiciatorias y sacrifíciales. El cazador o el agricultor, enmascarándose, o mejor dicho identificándose miméticamente con su presa – trátese de un animal o de los frutos de la tierra -, cree en principio poder entender, gracias a una misteriosa metamorfosis mímica, aquello que al mismo tiempo se esfuerza por obtener también con su racional y duro trabajo cotidiano. La búsqueda del alimento es por lo tanto esquizoide: magia y técnica aquí interactúan.

Esta sincronía de civilización lógica y causalidad mágico-fantástica revela el singular estado de fusión y transición en el cual se encuentran los indios Pueblo. Ellos no son ya verdaderos recolectores en estado primordial, para los cuales no existe una actividad referida al futuro, pero tampoco son europeos respaldados por la propia tecnología, que esperan la concretización de un resultado, por ser este previsto por leyes orgánicas o mecánicas. Los “Pueblo” se encuentran a mitad camino entre magia y logos, y el instrumento con el cual se orientan es el símbolo. Entre el recolector primordial y el hombre que se piensa, se encuentra el hombre que intuye conexiones simbólicas. Y las danzas de los “Pueblo” son un ejemplo de este estado simbólico del pensamiento y del comportamiento.

Cuando ví la danza de los antílopes en San Ildefonso, a primera vista la juzgué muy ingenua y casi cómica. Para el estudioso del folklore que quiera buscar las raíces biológicas de las manifestaciones culturales, no existe momento más peligroso que aquel que nos despierta risa frente a un uso popular: quien ríe del elemento cómico del folklore está equivocado, porque en ese mismo instante se niega a la comprensión del elemento trágico.

En San Ildefonso, un pueblo cerca de Santa Fe y por lo tanto, ya desde hace tiempo, bajo la influencia americana, los indios se reúnen para la danza. En primer lugar se acomodan los músicos, munidos de un gran tambor. Pueden verse de pie, ante los mejicanos a caballo. Luego, los danzantes se ubican en dos filas paralelas y adoptan con las máscaras y la postura, la semblanza del antílope. Las hileras de danzantes se mueven de dos maneras distintas (Fig.10): unos imitan el andar del animal, mientras los otros se mueven en el lugar, apoyándose en dos cortos bastones adornados con plumas, que remedaban patas anteriores. Encabezan cada una de las dos hileras una figura femenina y un cazador. En cuanto a la figura femenina, sólo pude entender que era llamada la madre de todos los animales . Es a ella a quien es dirigida la invocación de los danzantes que imitan los animales.

Colocándose durante la danza de caza la máscara del antílope, los danzantes, por decirlo de alguna manera, se apropian del animal por anticipado en la mímesis de agresión. Tal ritual no tiene nada de lúdico: para el hombre primitivo las danzas enmascaradas, en la internalización del proceso de relación con cuanto hay de suprapersonal, significan una total sumisión a una entidad extraña. Cuando por ejemplo, un indio imita con su disfraz mimético las semblanzas y los movimientos de un animal, entra en él sin finalidad lúdica, sino para entender mágicamente la naturaleza, transformando su ser, algo que jamás esperaría obtener sin ampliar ni modificar su condición humana.

En esta danza pantomímica la imitación es por lo tanto un acto de culto, una pérdida de sí, un entregarse con fe ciega a una entidad extraña. La danza enmascarada de los llamados pueblos primitivos es, en su originaria esencia, un testimonio de religiosidad colectiva.

La actitud interior del indio, en contraposición del animal es, del todo distinta de aquella del europeo. El considera al animal un ser superior, porque la entereza de su naturaleza feroz lo hace una criatura dotada de fuerzas superiores respecto al débil hombre.

Estas advertencias – para mí de una novedad desconcertante – sobre la psicología inherente a la voluntad de metamorfosis en animal, me habían sido referidas antes del viaje, por Frank Hamilton Cushing, pionero y veterano en la batalla para la comprensión del alma india. Este hombre de edad indescifrable, de rostro con rastros de viruela, con escaso cabello rojizo, me dijo, entre un cigarrillo y otro, que una vez un indio le había preguntado la razón por la cual un hombre debía considerarse superior al animal: “Mira el antílope, que es velocidad pura y corre mucho más veloz que el hombre; o el oso, que es todo fuerza. Los hombres saben sólo hacer en parte aquello que el animal es, íntegramente”. Este pensamiento fantástico es – por más que podría parecer extraño – el primer estadio de nuestra explicación científico-genética del mundo. Como todos los paganos de la tierra, también los indios “Pueblo” entran en relación con el mundo animal – y es aquello que llamamos totemismo – empujados por un temor reverencial, porque creen reconocer en las diversas especies, los míticos antepasados de sus tribus. Sus explicaciones del mundo a través de conexiones desorganizadas no están, después de todo, muy lejanas del darwinismo: de hecho, mientras nosotros vemos una ley de la naturaleza en aquello que es un proceso evolutivo autónomo, los paganos recurren a nexos arbitrarios con el mundo animal. Aquello que determina la vida de éstos así llamados primitivos es, si se quiere, un darwinismo mediado por una mítica afinidad electiva.

Que en San Ildefonso sobreviva bajo la forma de danza de la caza es evidente. Pero dado que en esos lares los antílopes se extinguieron desde hace más de tres generaciones, es muy probable que la danza de los antílopes represente una fase en el pasaje hacia las danzas de los kachina, de puro carácter demoníaco y destinadas sobretodo a propiciar una buena cosecha. En Oraibi existe de hecho aún hoy, un clan del antílope cuyo deber principal es aquel de influenciar las condiciones atmosféricas mediante encantamientos.

Mientras las danzas en las cuales se imitan los animales son entendidas como una forma de magia mimética típica de la cultura de los cazadores, las danzas de los kachina, asociadas a las festividades periódicas anuales de los recolectores, tienen un carácter diverso, que aún se manifiesta en toda su peculiaridad pero sólo lejos de la cultura europea. La danza enmascarada mágico-ritual, que dirige sus votos hacia la naturaleza inanimada, se puede observar aún en su forma, en cierta medida originaria, sólo allí donde no llega el ferrocarril y donde, como en las villas moki, no existe siquiera trazas de catolicismo oficial.

A los niños se les incluca un sagrado respeto por los kachina. El niño los considera seres sobrenaturales, terribles, y el momento de su instrucción acerca de la naturaleza y su acogida en la sociedad de los danzantes enmascarados constituye el momento sobresaliente de su educación.

En Oraibi, la más recóndita de las villas rupestres occidentales, tuve la suerte de asistir a una danza llamada humiskachina en la plaza del mercado. Aquí ví, en vivo y en directo, a los danzantes enmascarados que había ya visto en forma de muñeca en una habitación de este mismo poblado.

Para llegar a Oraibi tuve que viajar dos días desde la estación ferroviaria de Holbrook en un pequeño carruaje llamada buggy, con cuatro ruedas livianas capaces de avanzar muy bien en el desierto de arena, donde sólo crecen retamas. El cochero que me acompañó todo el tiempo en la zona, Frank Allen, era un mormón. Nos sorprendió una violentísima tormenta de arena que borró completamente las huellas de los carros, único auxilio para orientarse en aquella estepa ausente de caminos. De todas formas tuvimos suerte, y luego de dos días de viaje, llegamos al Team‘s Canyon, donde Mr. Team, un gentil irlandés, nos ofreció su cordial hospitalidad.

Desde este lugar pude partir hacia mis expediciones a los poblados rupestres situados sobre tres altiplanos que se extienden paralelos de norte a sur.

Vi antes que nada el singular asentamiento de Walpi. Como la concreción de roca sobre rocas, el romántico poblado de casas escalonadas surge sobre una cresta de piedra. Un sendero angosto conduce a la cima costeando el conglomerado de habitaciones (Fig. 11 y 12).

Las fotografías muestran bien el aspecto severo y abandonado de estas casas que se asoman desde una roca al mundo.

En Oraibi, que a grandes rasgos se parece bastante a Walpi, pude asistir a la danza de los humiskachina. En lo alto, en la plaza del mercado de este poblado rupestre, ahí donde está sentado el viejo ciego con su cabra, se dispone el espacio para la danza (Fig.13). La danza de los humiskachina sirve para propiciar el crecimiento del grano. La noche anterior a la danza estuve en la kiva, donde se desarrollan las ceremonias secretas. No había ningún altar con fetiches. Los indios estaban sencillamente sentados, fumando según el ceremonial. De tanto en tanto, bajaban por las escaleras un par de piernas oscuras, seguidas luego por la persona entera.

Los jóvenes estaban ocupados pintando sus máscaras para el día siguiente. Esos grandes cascos de cuero son reutilizados cada vez, dado que conseguir nuevos sería muy costoso.

Los jóvenes seguían este procedimiento: se llenaban la boca de agua, con ella rociaban la máscara de cuero, y después le tiraban arriba colores.

La mañana siguiente todo el público, entre los cuales había dos grupos de chicos, ya estaban acomodados a lo largo del muro. Los indios tienen una relación verdaderamente fascinante con los niños: éstos son educados con mucha dulzura pero al mismo tiempo con mucha disciplina, y una vez que se conquista su confianza, son muy afectuosos. Los chicos estaban por lo tanto, agrupados en la plaza del mercado, ansiosos, pero ordenados. Los hombres de las cabezas artificiales les infunden con estas máscaras tanto o más terror que, el conocido a través de la terrorífica inmovilidad de las muñecas. ¿Quién podría decir con certeza que nuestras muñecas en origen no fueron demonios análogos?

La danza es ejecutada por veinte o treinta hombres y una decena de danzantes femeninas, vale decir hombres que representaban figuras de mujeres (Fig.14).

Cinco hombres forman el vértice de la compañía de danzantes dispuestos en dos hileras. Si bien se desarrolla en la plaza del mercado, la danza gravita alrededor a un elemento arquitectónico, o sea, una pequeña construcción de piedra, ante la cual está plantado un pino enano adornado de plumas. Se trata de un pequeño templo, sobre el que se proclaman fórmulas propiciatorias y cantos que acompañan la danza enmascarada. Esto constituye, de manera palpable, el momento culminante de toda la ceremonia.

La máscara de los danzantes es verde y roja, cortada en diagonal por una raya blanca, sobre la cual sobresalen tres puntos. Son, como me fue explicado, gotas de lluvia. También la simbología del casco repropone en primer lugar, el universo con forma de escalera y, como proveedora de lluvia, nubes semicirculares desde donde se abren los pequeños trazos.

La misma simbología aparece en las fajas que los danzantes llevan anudadas en la cintura: motivos rojos y verdes sobre fondo blanco, tejidos con mucha delicadeza. Las figuras masculinas llevan en la mano un sonajero globular obtenido a partir de una calabaza hueca rellena de piedrecillas, y tienen las rodillas cubiertas por un caparazón de tortuga de la cual cuelgan otras piedrecillas, de manera de reproducir también con ellos un sonido crepitante (Fig.15).

El coro cumple dos ceremonias diferentes. En un caso las figuras femeninas están sentadas ante los hombres y ejecutan su música con una “raganella” y un pedazo de madera, mientras los hombres se limitan a girar sobre sí mismos uno después del otro; o sino, las mujeres se levantan y acompañan los movimientos rotatorios de los hombres. Al mismo tiempo dos sacerdotes esparcen sobre los danzantes harina consagrada (Fig. 14, 16 y 17)

La indumentaria de las mujeres consiste en una tela que esconde completamente la figura, también para que no se vea que se trata, en realidad, de hombres. La máscara tiene en la cima y sobre los lados, el curioso atavío y las anémonas típicas de las chicas Pueblo (Fig. 18). El crin de caballo color rojo colgado en la máscara simboliza la lluvia, y motivos que recuerdan a la lluvia ornamentan también los chales y las fajas.

Mientras bailan, los danzantes son cubiertos de harina esparcida por un sacerdote; mientras tanto, están en contacto con el pequeño templo a través del extremo más avanzado del grupo. La danza dura desde la mañana hasta la noche. En los intervalos, los indios salen de la villa y descansan un momento sobre un risco (Fig.19). Quien ve un danzante sin mascara, morirá.

El verdadero epicentro de las figuras danzantes es, por lo tanto, el pequeño templo, o mejor dicho, el arbolito recubierto de plumas. Son los llamados nakwakwocis. Admirado por la pequeña dimensión del árbol, me acerqué al viejo jefe que estaba sentado en el fondo de la plaza y le pregunté el motivo. Contestó: “Antes teníamos un gran árbol, ahora tomamos uno pequeño porque el alma del niño es pequeña”.

Estamos, por lo tanto, en presencia de un perfecto culto del espíritu del árbol, patrimonio religioso universal de los pueblos primitivos - como sabemos gracias a los trabajos de Mannhardt -, remitiéndose al paganismo europeo hasta las actuales ceremonias para la cosecha. Se trata de determinar un nexo entre las fuerzas naturales y el hombre, de crear por lo tanto, un sýmbolon, el anillo de conjunción, y he aquí que el rito mágico obra entonces un nexo real enviando un mediador – en este caso un árbol, más cercano a la tierra que el hombre, porque en ella hunde sus raíces. Este árbol es el mediador preestablecido que introduce al mundo subterráneo. Al día siguiente las plumas son llevadas a las cercanías de una determinada surgente en el valle, donde se plantan como ofrendas votivas. El objetivo es lograr que este voto de fertilidad sea escuchado y que los granos de maíz sean grandes y abundantes.

Caída la tarde, los danzantes estaban nuevamente en el lugar para continuar, solemnes, incansables y graves, sus monótonas figuras de danza. Pero cuando el sol comenzó a bajar, se presentó ante nuestros ojos un espectáculo que me dejó estupefacto, que demostraba con impresionante claridad, cómo esta solemne y silenciosa composición adquiere sus formas mágico-rituales del sustrato de una humanidad elemental, frente a la cual, nuestra tendencia a percibir en estas ceremonias sólo el elemento “espiritual”, parece un método interpretativo unilateral además de miserable.

Aparecieron seis figuras, tres hombres casi completamente desnudos, cubiertos con arcilla amarilla, con los cabellos anudados en forma de cuernos y solamente con un taparrabos, y otros tres hombres con ropas femeninas. Mientras el coro y los sacerdotes continuaban quietos y con imperturbable recogimiento sus movimientos de danza, estas figuras se abandonaron a una grotesca parodia de aquellos mismos movimientos. Pero ninguno reía. La grosera parodia no era percibida, de hecho, como cómica imitación, sino como una contribución por parte de aquellos desenfrenados, en el intento de obtener una cosecha abundante.

Quien tenga alguna familiaridad con la tradición clásica percibirá la dualidad del coro trágico y el drama satírico “insertos en un mismo eje”. El nacer y el morir de la naturaleza aparecen como símbolo antropomórfico, no como un símbolo grafico, sino como danza mágica realmente revivida en forma de drama.

Un rito mejicano mostraba de manera terriblemente dramática la naturaleza de esta mágica fusión en la divinidad, para poder coparticipar de sus poderes sobrehumanos. En ocasión de un festejo, una mujer es adorada por cuarenta días como diosa del maíz; luego sacrificada, y el sacerdote se viste con la piel de esta pobre criatura.

Respecto a una aproximación a la divinidad tan primitiva y delirante, todo aquello que observamos en los “Pueblo” aparece, aunque sustancialmente análogo, mucho más refinado, aunque queda la duda de que su savia aún destile en secreto raíces sanguinarias del culto. En el fondo, la tierra donde viven los “Pueblo” es la misma que ha visto las danzas de guerra de los salvajes indígenas nómadas, con todas sus atrocidades que culminaban con el suplicio del enemigo.

Este intento de aproximación mágica a la naturaleza mediante el mundo animal se observa, en su forma más extrema, en los indios Moki, en la danza con las serpientes vivas de Oraibi y de Walpi. No la presencié, pero algunas fotografías dan, de todas formas, una idea de la más pagana de las ceremonias de Walpi. Esta danza es, al mismo tiempo, una danza animal y una danza ritual relacionada con el ciclo de las estaciones. En ella se fusionan con sumo vigor expresivo aquello que vemos en la danza animal de San Ildefonso y en aquella humiskachina de Oraibi, propiciatoria de la fertilidad de los campos. De hecho, en agosto, cuando la agricultura atraviesa su momento más crítico, dado que el éxito de la cosecha depende exclusivamente de las lluvias torrenciales, el temporal portador de salvación es invocado mediante una danza con las serpientes vivas que se celebra alternativamente en Oraibi y Walpi. Mientras en San Ildefonso la danza muestra – por lo menos al no iniciado – una simple imitación del antílope, y la danza del maíz sólo testimonia a través de la mascara, el carácter demónico de los danzantes, los demonios del maíz, en Walpi descubrimos un nivel más primitivo de la danza mágica.

Aquí, de hecho, los danzantes y el animal vivo forman todavía una mágica unidad, y el hecho sorprendente es que, en estas ceremonias, los indios saben tratar con tal habilidad al más peligroso de todos los animales, la serpiente de cascabel, que logran amansarlo sin recurrir a la violencia, induciéndolo a participar dócilmente, o por lo menos sin manifestar su naturaleza de depredador – siempre y cuando no se lo provoque -, a un ritual que dura días, cuyos resultados en manos de europeos sería ciertamente catastrófico.

En las villas Moki los danzantes de la fiesta de las serpientes provienen de dos clanes: el clan del antílope y el de la serpiente, que en la mitología se encuentran en correlación totémica con los dos animales.

El totemismo es, por lo tanto, aún en la actualidad, una realidad en estos lares, donde no solamente el hombre viste la máscara de un animal, sino que involucra en sus ritos al más peligroso de todos, la serpiente viva. La ceremonia de la serpiente en Walpi se encuentra en la mitad, entre la fusión mímico-mimética y el sacrificio cruento, desde el momento en que en ella los animales no son objeto de imitación, sino que cumplen un rol protagónico, y en la forma más extrema: no como víctimas sacrificiales, sino – al igual que el baho – como mediadores para propiciar la lluvia.

En la danza de la serpiente en Walpi se obliga a las serpientes a un rol de mediación. Durante el mes de agosto, cuando deben llegar los temporales, las serpientes son capturadas vivas en el desierto durante el curso de una ceremonia que en Walpi dura dieciséis días; luego, son custodiadas por los jefes de los clanes del antílope y de la serpiente en la cámara subterránea, la kiva, donde son sometidas a ritos particulares, el más significativo de los cuales – y por lo tanto, impactante para los blancos – es su lavado. La serpiente es tratada como una iniciadora hacia los misterios, y no obstante su resistencia, inmersa su cabeza en el agua consagrada, donde se han disuelto varias sustancias medicamentosas.

Luego aquella es arrojada sobre una pintura hecha con la arena sobre el piso de la kiva, que representa cuatro serpientes-rayo con un cuadrúpedo al centro. En otra kiva, una segunda pintura de arena representa en cambio, un cúmulo de nubes de las cuales salen cuatro rayos serpentiformes de diversos colores que corresponden a los puntos cardinales (Fig. 20). Arrojada con toda la fuerza sobre la pintura, la serpiente destruye el diseño mezclándose con la arena.

Me parece indudable que, justamente a través de la magia de este lanzamiento se quiera obligar a la serpiente a accionar, provocando el rayo o generando la lluvia.

Este es claramente el significado de toda la ceremonia, y las ceremonias sucesivas demuestran que las serpientes así “iniciadas” se convierten, en mágica comunión con los indios, en mediadoras y provocadoras de lluvia. Son, por lo tanto, como santos de la lluvia, vivientes y zoomorfos.

Las serpientes – alrededor de un centenar, entre las que se encuentran muchas serpientes de cascabel a las cuales, no se les quita previamente los dientes venenosos – son custodiadas en la kiva, y el último día de la fiesta se mantienen prisioneras en un arbusto envuelto por una tira de tela.

Se llega al punto culminante del ceremonial cuando los indios se acercan al arbusto y tomando las serpientes vivas, las pasean y finalmente las envían por la llanura como mensajeras. Los estudiosos americanos describen esta captura de las serpientes como extraordinariamente emocionantes. Veámosla más de cerca.

Un grupo de tres indios se acerca al arbusto. El gran sacerdote del clan de la serpiente levanta una serpiente, y otro indígena, con el rostro pintado y tatuado y una piel de zorro sobre el dorso –la aferra y la aprieta entre los dientes. Un compañero lo sostiene por las espaldas y distrae a la serpiente agitando un bastón emplumado. El tercer hombre vigila y aferra la serpiente en caso de que resbale de la boca del segundo. La danza se desarrolla en poco más de media hora en este lugar bien circunscripto de la villa de Walpi. Después de haber sido paseadas bajo el fragor de los sonajeros – los indios tienen tanto sonajeros globulares como caparazones de tortuga atados a las rodillas de las cuales penden piedrecillas, que hacen mucho ruido –, las serpientes son rápidamente llevadas a la llanura, donde desaparecen.

Por lo que sabemos sobre la mitología de los indios de Walpi, la génesis del culto de la serpiente se encuentra, sin dudas, en las leyendas cosmológicas de los orígenes. En una de éstas, se narra acerca del héroe Ti-yo, que emprende un viaje por el mundo subterráneo para descubrir la fuente del agua tan deseada. El atraviesa las varias kivas de los soberanos de los Infiernos y, siempre acompañado por una hembra de araña ubicada invisiblemente sobre su oreja derecha y lo guía – una suerte de Virgilio indio, llega finalmente, atravesando las dos casas del sol a occidente y a oriente, a la gran kiva de las serpientes, donde recibe el baho mágico para provocar la lluvia. Según la leyenda, junto al baho, Ti-yo rescata de los Infiernos dos muchachas-serpientes, las cuales le dan hijos serpentiformes, criaturas peligrosas que terminarán por obligar a las tribus a mudarse. En este mito las serpientes aparecen tanto como divinidad metereológica como tótem que determina las migraciones de los clanes.

En este ritual la serpiente no es sacrificada, sino transformada en mensajero a través de la consagración y bajo la influencia de la danza mimética: ella podrá así volviendo a las almas de los difuntos, bajo forma de rayo, provocar el temporal. Todo esto nos da una idea de cómo en el hombre primitivo el mito y la práctica mágica están estrechamente entrelazados.

Para el profano es natural ver la manifestación elemental de esta religiosidad como una peculiaridad de barbarie primitiva, desconocida en Europa. Sin embargo, dos mil años atrás, precisamente en la tierra que fue origen de nuestra civilización europea, en Grecia, se practicaban cultos aún más bárbaros y extravagantes que los usados por los indígenas.

En el culto orgiástico de Dionisos, por ejemplo, las Ménades danzaban con una serpiente viva enrollada como diadema alrededor de sus cabezas, llevando en una mano serpientes y en la otra el animal a ser inmolado en honor al dios durante una ascética danza sacrificial (Fig. 21). A diferencia de las actuales danzas de los indígenas Moki, el sacrificio cruento en estado de delirio era el punto culminate y el sentido auténtico de la danza religiosa.

La redención del sacrificio cruento atraviesa, como un íntimo ideal de purificación, la historia de la evolución religiosa de Oriente a Occidente. La serpiente participa de este proceso de sublimación religiosa y su mayor o menor grado de relación con él, puede verse como índice de la evolución de la religiosidad del fetichismo hacia una pura religión de salvación. En el Antiguo Testamento, este rito representa, como en el caso de la serpiente primigenia Tiamat en Babilonia, el espíritu del mal y de la tentación. En Grecia, es también el despiadado devorador subterráneo: el demonio está rodeado por serpientes amenazantes y es siempre la serpiente a la que los dioses envían como justiciera cuando desean castigar a alguien. Esta idea de la serpiente como poder subterráneo destructor, encontró su símbolo trágico más eficaz en el mito del grupo escultórico del Lacoonte. El sacerdote y sus dos hijos, que por venganza de los dioses mueren enroscados por las serpientes, se convierten en esta famosísima escultura de la Antigüedad, en la encarnación misma del supremo sufrimiento humano. El sacerdote que deseaba poner en guardia a su pueblo contra la perfidia de los griegos, cae víctima de la venganza de los dioses parciales. De esta forma, la muerte del padre y sus hijos se convierte en el símbolo de la pasión antigua: muerte en manos de demonios vengativos, sin justicia y sin esperanza de redención. Este es justamente, el desesperado y trágico pesimismo de la Antigüedad (Fig. 22).

En la visión pesimista del mundo, a la serpiente como demonio se le contrapone, siempre en la antigüedad, un dios serpiente en el cual podemos finalmente saludar la radiante belleza humana clásica. Asclepios, el dios de la salud de la antigüedad, tiene como símbolo, la serpiente enroscada en su bastón (Fig. 23). Sus rasgos son los característicos del salvador del mundo en la escultura clásica.

Y este antiguo dios de las almas difuntas, entre todos, el más sublime y ecuánime, tiene sus raíces en el reino subterráneo, donde vive y mora la serpiente. Y es en forma de serpiente que es adorado en los comienzos. Enroscado en su bastón es él, o sea el alma del difunto, la que continúa viviendo y reaparece bajo el aspecto de serpiente. Porque la serpiente no representa solamente, como dirían los indios de Cushing, la mordida letal –ya asestada o pronta a hacerlo- que aniquila sin piedad; deponiendo su piel, ella demuestra con su ejemplo, cómo el cuerpo, abandonado la piel- surgiendo, por así decirlo, de la envoltura corpórea – puede aún continuar viviendo. La serpiente puede infiltrarse en la tierra y resurgir. El retorno desde la tierra donde reposan los muertos, junto a la capacidad de renovar su piel, hace de la serpiente el símbolo más natural de la inmortalidad y del renacimiento de una enfermedad o de un peligro mortal .

En el templo de Aslepios en Kos, en Asia Menor, una estatua representaba al dios trasfigurado y con semblante humano, empuñando la vara en donde se retorcía la serpiente. Pero su esencia más verdadera y eficaz, en el interior de este templo, no estaba encerrada en una inerte máscara de piedra, sino en la serpiente viva custodiada en el interior del sagrario, donde se la alimentaba, se acudía a ella y se la trataba, en las ceremonias del culto, como sólo los Moki sabían hacer con las serpientes.

En un calendario español del siglo XIII, llegado a mí en un manuscrito Vaticano, que representa a Asclepios como regente del mes bajo el signo de Escorpio, se reconocen claramente aproximaciones desde las más obvias hasta las más sutiles, del culto del dios-serpiente (Fig. 24). Aquí, en treinta compartimientos, se ve indicadas en forma de jeroglíficos los rituales del culto de Kos, que son idénticos a las explícitas prácticas mágicas con las cuales los indígenas buscan la unión con la serpiente: del rito de la “incubación”, a la serpiente traída en mano y honrada como divinidad de las surgentes.

Este manuscrito medieval es de carácter astrológico, por lo que la representación de sus figuras no se corresponde, como en cierta época, a normas para prácticas devocionales, sino que se convirtieron en una suerte de jeroglíficos para los nacidos bajo el signo de Asclepios. De hecho, Asclepios, también se convirtió en una divinidad astral; a través de la fantasía cosmológica sufre una metamorfosis que lo sustrae completamente de lo real, del elemento inmediatamente susceptible de influencia, subterráneo, infernal. En cuanto estrella fija, él se encuentra en el zodíaco por encima del Escorpión. Está envuelto en serpientes, y sólo es visto como constelación bajo cuyo influjo se generaron profetas y médicos. Gracias a esta metamorfosis astral, el dios-serpiente se trasfigura en totem, se convierte en el padre cósmico de quienes nacen en el mes en el cual es más visible. En la astrología antigua, matemática y magia coinciden. La figura de la serpiente celeste, que se encuentra también en la constelación de la Gran Serpiente, es utilizada en matemática como definición de grandeza, dicho en otras palabras, asociar los puntos luminosos a una imagen terrena permite aferrar el concepto de infinito, comprensible por nosotros sólo dentro de un sistema de grandezas. Asclepios, por lo tanto, es al mismo tiempo, medida de grandeza y fetiche. La evolución de la civilización hacia la era de la racionalidad será codificada entonces, a través de la gradual interpretación de la plenitud vital, cruda y concreta, en abstracción matemática.

Que el culto de la serpiente sea una reminiscencia indestructible, refractaria de todo intento de sublimación religiosa, lo prueba un ejemplo singular con el cual me topé hace unos veinte años en el Norte de Alemania, sobre el Elba: un ejemplo que, al mismo tiempo, muestra retrospectivamente, el camino recorrido por la serpiente pagana.

En una iglesia protestante de Ludingworth, durante una excursión en Vierlande, descubrí, en el así llamado Jube, lustraciones bíblicas allí perdidas, obra de un pintor itinerante que las había copiado evidentemente de una Biblia ilustrada italiana.

Y aquí, de repente, vi un Lacoonte con sus dos hijos a merced de las serpientes. ¿Cómo había llegado a aquella iglesia? Para este Lacoonte sin embargo, había salvación. ¿De qué manera? Gracias al bastón de Asclepios, que se erigía ante él con la serpiente milagrosa, en conformidad con lo que leemos en el cuarto libro del Pentateuco, donde Moisés manda a los israelitas al desierto a levantar una serpiente de bronce para adorar, con el objeto de obtener la curación de la mordida de las serpientes.

Nos encontramos frente a un resabio de idolatría en el Antiguo Testamento. Pero sabemos que esto puede ser sólo un paso interpolado para justificar la posterior presencia de un tal ídolo en Jerusalén. Lo que importa, es el hecho de que un ídolo de bronce, en forma de serpiente, es destruido por el rey Ezequiel por exhortación del profeta Isaías. La idolatría –con sus sacrificios humanos y sus cultos animales- fue el verdadero enemigo contra el cual combatieron ferozmente los profetas. Y esta lucha es el alma de la reforma oriental y de la cristiana, hasta nuestros días. No hay duda que, el acto de erigir una serpiente de bronce se encuentra en profunda contradicción con los diez mandamientos, y en estridente contraste con aquel rechazo de las imágenes que constituye la esencia de la reforma de los profetas.

Pera además, cualquiera que conozca la Biblia, no encuentra símbolo más provocativo ni hostil que el de la serpiente.

La serpiente sobre el árbol del Paraíso –causa primera del mal y del pecado- rige de hecho el curso de los eventos en el universo de la Biblia. Sobre el árbol del Paraíso está, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, la potencia satánica que provoca la entera tragedia de la humanidad pecadora en espera de redención.

El protocristianismo, en su lucha contra la idolatría pagana, fue menos proclive a comprometerse con el culto de la serpiente. Ante los ojos de los paganos, Pablo apareció como un mensajero invulnerable cuando echó al fuego la serpiente que lo había mordido, sin matarlo. La serpiente venenosa es destinada al fuego. El episodio de la invulnerabilidad de Pablo frente a la serpiente de Malta, suscitó una impresión tan fuerte y duradera que aún en el Quinientos se veían, en las fiestas y en las ferias, charlatanes con el cuerpo envuelto con serpientes que se proclamaban descendientes de San Pablo y vendían “tierra de Malta” como antídoto contra la mordida de los reptiles (Fig. 25).

Aquí la salvación garantizada por la fe, surge de nuevo en la práctica supersticiosa de la magia.

Curiosamente, en la teología medieval, el milagro de la serpiente de bronce resiste como objeto, se puede decir, de legítima veneración. Nada testimonia mejor la indestructibilidad del culto de los animales que esta sobrevivencia en la concepción del mundo cristiano medieval. De hecho, en la teología medieval está tan presente el recuerdo de tal culto, y así sentida la necesidad de superarlo que, sobre la base de este paso por la Biblia –por otro lado, del todo aislado y en contraste con el sentido y con la teología del Antiguo Testamento- la imagen de la serpiente de bronce está presente en la iconografía tipológica de la misma crucifixión (Fig. 26).

Erigir la serpiente de bronce y postrarse en masa ante el bastón de Asclepios, son actos interpretados y presentados como un estadio preliminar- destinado a ser superado- en la búsqueda de salvación por parte de la humanidad. En el esquema que subdivide la evolución en tres edades –de la Naturaleza, de la Ley y de la Gracia – la aproximación a la Crucifixión, del sacrificio fallido de Isaac, representa un estadio aún más antiguo. Esta visión tripartita está aún presente en las esculturas que decoran el Duomo de Salem.

También en la iglesia de Kreuzlingen la misma idea de evolución da lugar a un sorprendente paralelismo, cuyo sentido, a quien no tenga familiaridad con la teología, podría aparecer oscuro. Sobre el arco de la célebre capilla del Monte de los Olivos, justo, sobre la crucifixión, se encuentra la adoración del más pagano de los ídolos, representada con un pathos, que no tiene nada que envidiar al grupo Laocoonte.

Aquí Moisés, del cual la Biblia cuenta que rompió las Tablas de la Ley a causa de la adoración del Velloncino de Oro, está representado como escudero de la serpiente de cascabel, con referencia a las mismas tablas.

Me sentiré satisfecho si estas imágenes extraídas de la vida cotidiana y del ceremonial de los indígenas Pueblo les ha mostrado cómo sus danzas enmascaradas no son un juego, sino la formulación primitiva y pagana de la respuesta al inmanente, tormentoso interrogante acerca de la causas primigenias de las cosas: a la incontrolabilidad de los fenómenos naturales, el indígena opone su voluntad de comprensión, trasformándose él mismo en la causa de esos fenómenos. Instintivamente él sustituye, de manera más inteligible y evidente, el efecto inexplicado, con la causa. La danza enmascarada es causalidad danzada.

Si religión significa unión , el signo de la evolución respecto a este estado primitivo, es la espiritualización de la unión entre el hombre y la entidad extraña, que no pasa más a través del simbolismo de la máscara, sino que se realiza de manera puramente mental, desarrollándose en una mitología lingüística sistemática. El fervor religioso es una forma ennoblecida por el enmascaramiento. Con el así llamado progreso de la civilización, el ser que exige esta devoción va perdiendo su monstruosa concreción para convertirse al final en un símbolo espiritual, invisible.

Esto significa que en el reino de la mitología no vale la ley de la unidad mínima, en otras palabras, no se reconduce la regularidad de las leyes naturales al agente más elemental, pero para comprender, se postula la existencia de un ser saturado de fuerza demoníaca: para poder realmente aferrar –en sentido literal- la causa de los eventos enigmáticos. Lo visto esta noche sobre el simbolismo de la serpiente, da una idea – aunque en realidad muy somera – del pasaje de un simbolismo real, corpóreo y tangible, a un simbolismo puramente mental. Los indios aferran verdaderamente la serpiente, que se apropian como causa viviente en lugar del rayo, y luego, la introducen en su boca de manera que se cumpla una unión efectiva entre el animal y la figura enmascarada – o por lo menos recubierta de imágenes de serpientes.

En la Biblia, la serpiente es la causa de todo mal, y por lo tanto, es castigada con la expulsión del paraíso. Todavía ella se insinuará de nuevo, en un capítulo de la misma Biblia, como indestructible símbolo pagano, o como dios que cura.

En la Antigüedad Clásica la serpiente simboliza de la misma manera la quintaesencia del dolor en la muerte de Lacoonte. Por otro lado, la Antigüedad Clásica es también capaz de aprovechar la enigmática fertilidad del dios serpiente, representando a Asclepios, señor de las serpientes, vestido de Salvador, y colocándolo en el cielo como divinidad astral, con el animal domado en la mano.

En la teología medieval, sobre la base de aquel paso por la Biblia, la serpiente logra reposicionarse como símbolo del destino, ahí es enaltecida –aunque sea vista explícitamente como estadio superado del desarrollo- al aparecer junto a la Crucifixión.

La serpiente es pues, un símbolo universal entendida como respuesta a la pregunta: de dónde vienen la furia de los elementos, la muerte y el dolor? Hemos visto, en el caso de Ludinsgworth, cómo la idea cristológica se sirve del lenguaje figurado pagano para expresar, con el símbolo de la serpiente, la quintaesencia del dolor y de la redención. Se puede, tal vez, decir así: donde el dolor humano, atónito, resulta de la búsqueda de la redención, estamos en la proximidad de la serpiente como imagen causa explicativa. A la serpiente le espera un capítulo propio en la filosofía del “como si”.

En qué modo se desvincula la humanidad de esta ligazón impuesta con un reptil venenoso, asumido como causa? Nuestra edad tecnológica no necesita de la serpiente para explicar y comprender el rayo. El rayo ya no aterroriza más al habitante de la ciudad, ni éste desea el benéfico temporal como única fuente de agua. El tiene su acueducto, y el rayo serpiente es desviado directamente a tierra por el pararrayos. La explicación dada por las ciencias naturales arrasa con la causalidad mitológica.

Sabemos que la serpiente es un animal destinado a sucumbir, si el hombre lo quiere. La sustitución de la causalidad mitológica con aquella tecnológica, elimina la angustia probada del hombre primitivo. Pero no podemos afirmar que sólo liberando al hombre de la visión mitológica se lo puede de verdad ayudar a dar respuestas adecuadas a los enigmas de la existencia.

El gobierno americano, con un esfuerzo de verdad admirable, introdujo entre los indígenas – como en su tiempo la Iglesia católica- la escolarización. Y su optimismo intelectual obtuvo, por lo que parece, que los chicos indígenas vayan a la escuela graciosamente vestidos, con delantalcitos, y no crean más en los demonios paganos (Fig. 27). Esto vale también para la mayor parte de los programas didácticos.

Claro, esto será tal vez progreso, pero tengo alguna duda que haga justicia a la magnífica alma de los indígenas anclada, por así decirlo, en una visión poético-mitológica.

Una vez invité a unos chicos de una de estas escuelas a ilustrar un cuento alemán que no conocían. Hans Guck-in-die-Luft (Juancito mira al aire), porque allí aparece un temporal, y quería saber si ellos habrían dibujado el rayo en forma realística o en forma de serpiente. De los catorce dibujos, muy vivos pero concebidos obviamente bajo la influencia de la escuela americana, doce eran de estampa realística, pero dos mostraban aún el indestructible símbolo de la serpiente con forma de flecha (Fig. 1) como aparece en la kiva (Fig. 20).

Pero no queremos dejar nuestra fantasía vinculada a la imagen de la serpiente, que nos retrotrae a los primitivos hipogeos. Queremos subir sobre el techo de la casa-universo, levantar la cabeza hacia arriba y acordarnos las palabras de Goethe: “Si el ojo no fuese solar, ¿cómo podríamos ver la luz?”

Acerca del culto al sol, toda la humanidad está de acuerdo. Asumirlo como símbolo de que de las profundidades nocturnas conduce hacia lo alto, es un derecho tanto de los salvajes como de las personas cultas.

Los chicos están delante de una caverna.

Conducirlos hacia la luz es deber no solamente de la escuela americana, sino de la humanidad en general.

La relación con la serpiente, de quien aspira a la redención, se mueve en la órbita de la devoción ritual, que va del más brutal contacto físico hasta la sublimación. Desde siempre tal devoción, como se puede ver en los cultos de los indígenas Pueblo, es un índice evidente de la evolución del estadio de la aproximación mágico-instintiva a aquel de la toma de distancia espiritualizante, por la cual el reptil venenoso se convierte en símbolo de las fuerzas demoníacas de la naturaleza que el hombre debe dominar fuera y dentro de sí.

Ilustrándoles lo que queda del culto mágico de la serpiente he podido esta noche mostrar, aunque sólo sea superficialmente, aquella condición primordial que la civilización moderna se esfuerza en refinar, eliminar y sustituir con otra cosa.

Por las calles de San Francisco pude capturar en una instantánea a aquel que triunfó sobre el culto de la serpiente y sobre el miedo del rayo, el heredero de los indígenas, el buscador de oro que ha tomado el lugar de los indígenas invadiendo sus tierras: es el Tío Sam con sombrero en cilindro, mientras avanza orgulloso por la calle delante de una imitación de una cúpula clásica. Sobre su cilindro corren los hilos eléctricos (Fig. 28). Con la serpiente de cobre de Edison, él le arrancó el rayo a la naturaleza.

El americano moderno no teme más a la serpiente de cascabel. La mata, de todas maneras, no la adora. El destino de la serpiente es el exterminio. El rayo aprisionado en el cable –la electricidad capturada- produjo una civilización que arrasa con el paganismo. Pero con qué la reemplaza? Las fuerzas de la naturaleza no se conciben ya como entidades biomorfas o antropomorfas, sino como ondas infinitas que obedecen dóciles al comando del hombre. De este modo, la civilización de las máquinas destruye lo que la ciencia natural derivada del mito había trabajosamente conquistado: el espacio para la oración, luego trasformado en espacio para el pensamiento.

El moderno Prometeo y el moderno Icaro. Franklin y los hermanos Wright, inventores del aeroplano: son ellos, esos funestos destructores del sentido de la distancia, los que amenazan con hacer caer al mundo en el caos.

El telégrafo y el teléfono destruyen el cosmos. El pensamiento mítico y el pensamiento simbólico, en su esfuerzo por espiritualizar la relación entre el hombre y el mundo circundante, crean el espacio para la oración o para el pensamiento, que el contacto eléctrico instantáneo asesina.