Hace sesenta años, en México, se estrenaba la cinta de Luis Buñuel Los Olvidados. En ella se aborda un tema polémico: la violencia y el crimen entre menores. Todo el filme gira alrededor de un par de niños de la calle en el cual, Buñuel y su equipo, expresan un perfil de la sociedad mexicana ensombrecido por el cine de la Época de Oro. Los menores se encuentran atrapados en el abandono, abusando de vicios y buscando obtener los medios para sobrevivir a su suerte. Se dice que Buñuel eligió personalmente la trama, luego de que el productor de la película le advirtiera sobre la búsqueda de una historia dramática. Por esto es que al inicio del largometraje se advierte: “Esta película está basada en hechos de la vida real y sus personajes son auténticos”. Efecto que marcó la recepción y estudio de la obra desde entonces y hasta nuestros días.
El filme no gozó de buena fama. Por el contrario, fue recibido como un ataque a la sociedad, como una expresión morbosa de un extranjero que juzgaba sin sensibilidad. Por otro lado la pieza es calificada como realista, como resultado de un diagnóstico puntual y un estudio de los barrios pobres de la Ciudad de México. Se mira, así, como un espejo que tanto distorsiona las escenas de la vida de lo cotidiano como que les da potencia para poder decir su versión sobre la realidad.
Lo cierto es que Buñuel trabaja con especialistas. El español se asesora con médicos y psicopedagogos mexicanos que llevaban años estudiando el comportamiento de los infantes en clínicas y centros de prevención. Estos grupos de profesionales ponían a prueba sus estrategias de regeneración de los niños de la calle con trabajo de campo, realizado en las colonias populares de la ciudad. De la misma manera, Buñuel se acompaña de estos estudios intrigando en la narrativa sobre la trágica condición humana. La idea era lograr un retrato de la vida callejera en su parte más dolorosa: la de la niñez corrompida.
A lo largo de los años el filme se ha vuelto un clásico. Un testimonio que da cuentas, como puede, de las pesadillas de un México clavado en cierta neurosis de la modernidad: entre la ambición de prosperidad y el resquebrajamiento social de clases.
Era ese el México que supervivía a los discursos nacionalistas, en aras de mirarse moderno, mientras se reparaba, o eso pensaba, de los olores del folclor. Un país, el de hace sesenta años, que no quería ver el desgarre profundo de un mundo rural tasajeado por escenas urbanas de miseria e ignorancia. Es verdad, la sensibilidad, el gusto, el juicio no tenían categorías para ver una cinta como la de Buñuel y apreciarla como hoy podemos. ¿Cómo toleraron los amantes de Ismael Rodríguez y Pepe el toro que los simpáticos y dicharacheros pobres de siempre no le hicieran a la Cenicienta sino que explotaran ante el espectáculo en toda su ferocidad bajo la metáfora del niño matón? En fin, lo que la distancia nos pone en la cara cuando se vuelve la vista al filme de Buñuel es lo actual y lo acido de su ojo.
Hoy un niño de 14 años puede ser la cabeza de un comando de menores dedicados a matar. Nuestro realismo es ver videos de un grupo de jovencitos que le dan de palos a un hombre colgado, cual res en carnicería, como si fuera la última piñata de sus mocedades. Mirar a púberes que sonríen felices bañados de sadismo cada que acercan a la muerte a una persona, escuchar a un pobre escuincle que bajo su torpeza confiesa haber matado a cuatro, degollándolos, o saber que el asesino no teme por su castigo compone el imaginario del criminal que rebela las carencias, las miserias de la sociedad que somos. Nuestro Ponchis es el Jaibo de Buñuel. Nuestros niños sicarios son Los Olvidados de los cincuenta. Adolecentes perdidos desde su propia constitución psico-somática que los impele a la vida de excesos ya sea porque crecen en ambientes hostiles donde se cree que el crimen es la única vía de superación o porque tuvieron una infancia de abandono y el destino los llevo a las redes del narco. Como sea, en distintas oportunidades, el Ponchis ha sido exhibido en los medios como un monstruo, un fenómeno y hasta el Diablo cuando lo que más aterra es que estos pubertos, confundidos entre las virtudes y los vicios, deseosos de bienes materiales, éxitos efímeros y excesos de placeres habitan en todas partes, son parte de nuestra vida cotidiana y lo único que separa a uno de otro es la pura y llana educación. Y quizá, en nuestro país donde la educación se entiende como un inmenso acordeón que memorizar, sea este argumento lo que más fatídico se presenta del caso.
En el México de la primera mitad del veinte, se puso en marcha una política sobre la degeneración. Así lo que los especialistas catalogaban como un peligroso criminal en potencia, era canalizado a centros de atención donde eran diagnosticados y tratados según su constitución física. Esto lo retrata Buñuel en La Granja de Tlalpan donde llega Pedro, ahí se muestra solo una parte de la política sanitaria. En verdad estas prácticas llegaron al grado de medicalizar a los menores infractores bajo un esquema de terapia hormonal, que además consistió en ejercitar a los niños bajo un condicionamiento que diera cauce a sus energías desbordadas. Pronto estos regímenes fueron abandonados, los estudios fueron cada vez más dedicados a encontrar las causas económico-sociales de la criminalidad y las soluciones aplazadas hasta hallar la fórmula correcta del desarrollo social integral. Pero la lección sobre el estudio del perfil endócrino y psiquiátrico del criminal se quedó como un paradigma de la ciencia mexicana.
Nuestros tiempos exigen tomar a los menores infractores como metáfora, como lo hace el filme sexagenario, no solo de la inmensa descomposición social sino de la acción frente al apetito de poder que alimenta el imaginario sobre el criminal. Esto lo trabaja la trama de Buñuel: el origen del deseo. La cinta solo muestra la gestación de la libido y advierte sobre los derroteros de un hervor en exceso. Sin lugar a dudas que esto fue un tópico de la psicopedagogía de la época. En nuestro caso, aprender sobre las consecuencias de estos deseos nutridos por el éxito de una carrera criminal debería ocuparnos más allá que condenar con retórica a un sujeto cuya mejor fotografía es la de ser un espejo fiel de la bestialidad de la violencia de la lucha entre y contra el narco en México. Éste y otros adolecentes no son más que el producto de un lenguaje común y corriente que se alimenta de las imágenes que rodean al seductor mundo del desenfreno y el hedonismo criminal. Y mientras ese imaginario siga en ebullición el deseo precoz seguirá pervirtiendo a nuevos y cada vez más sádicos niños sicarios.